Desembarco en Oriente
Acaeció por aquel entonces, según rezan las
palabras bíblicas y la tradición, que un alto mandatario del lugar con no muy buenos
principios y pocas luces ordenó, para
curarse en salud, decapitar a todos los recién nacidos por aquellas fechas
decembrinas, a fin de evitar a toda costa que en un futuro no lejano alguno de
ellos aspirase a ser rey, usurpándole el poder.
En ésas andaba el sanguinario regidor, y se
disponía llevarlo a cabo con la mayor celeridad, por todo ello el profetizado
Mesías no podría venir al mundo entre aquellos asesinos y cruzados fuegos, por
lo que los progenitores, José y María, advertidos desde lo alto del macabro
intento, cogieron el hato y carretera y manta.
Se desplazaron a mil leguas huyendo del
infanticida proyecto, y después de varias jornadas, pasando un mar de fatigas y
haber recorrido lo que no está en los sagradas escrituras yendo de un lado para
otro, cual prístinos refugiados del planeta, fueron llamando a la puerta de los
distintos centros de acogida y hospedería, posadas y campings, hostales y
albergues, pensiones y cabañas..., y no encontrando alojamiento, bien, por ser
temporada alta, bien, por otros motivos desconocidos, no les quedó más remedio
que cobijarse en un establo entre pajas, teniendo como compañeros al buey y la
mula, aunque recientemente se está poniendo en duda tal aseveración por la
cúpula eclesiástica, quizá por considerarla poco razonable o creíble, al
sopesar los pros y los contras del dogma, por si el zoológico escenario elegido
en tan humilde paraje tras la huida pareciese un tanto artificioso, atribuyendo
la idea a algún avispado clérigo que, adscrito a alguna secta revolucionaria de
las que proliferaban por aquellos terrenos, se la hubiese sacado de la manga.
Con el paso del tiempo se fueron cumpliendo
al pie de la letra los sacros hitos, a saber, núcleo, nudo y desenlace de los vaticinados
eventos, y llegado el esperado momento de plasmar la historia real, asomaron
por los médanos los tres célebres sabios, conocidos en el mundo entero con la
denominación de Reyes Magos y cuyos nombres eran Melchor, Gaspar y Baltasar,
protagonistas de una gran aventura por el desierto, cruzándolo de cabo a rabo,
pero no en moto o equipado coche como los participantes del París Dakar, sino a
lomos de camellos en abnegada búsqueda, llevando en las alforjas los preciados
dones archiconocidos de oro, incienso y mirra, y bajo cuerda a buen seguro que llevaban
dátiles, peladillas, chocolatinas y muchos caramelos para agasajar con una imagen
familiar y tierna al recién nacido, el mismísimo Dios hecho niño, como no podía
ser menos.
No se les caían los anillos a sus Majestades transitando por el
escuálido y tórrido desierto, atravesando intrincadas superficies con la mayor
ilusión, y la firme convicción de ser bendecidos a su llegada por el Padre, y
de esa guisa, todo ufano y sin más alharacas iba Vasanta, como un peregrino más, bastante motivado y dispuesto
para lo que se avecinaba, rememorando de algún modo a tan insignes figuras,
llevando en la mochila acariciados obsequios, peleando a machamartillo con las
adversidades, atravesando el áspero terreno, como antaño lo hiciesen Sus
Majestades, blandiendo sus armas contra los implacables rayos solares, los
raros insectos y el ronquido del desierto, avanzando lento pero sin pausa, si
bien algo desnortado, fisgando por entre las arenosas ranuras de las dunas
buscando con impaciencia la fórmula para vislumbrar la estrella que le condujese
al paradero del alumbramiento, donde acababa de nacer toda una estrella con luz
propia, minúscula pero inmensa, con inconmensurables visos casi divinos, la
simpar nieta Lucía.
Hay que apuntar en el plan de vuelo que,
aunque fuese Vasanta ligero de
equipaje, no obstante se dirigía al Golfo Pérsico como mandan los cánones, con
los precisos pertrechos y atavíos requeridos a fin de afrontar con garantías
tan hermosa misión, a sabiendas de que se había trocado el monótono vaivén del
camello por el raudo avión, pudiendo exclamar con alborozo, ¡albricias,
pastores...!, pletórico de emociones positivas por el éxito del viaje, al no
haber vivido ni una brizna de turbulencia en el vuelo, y los lunares y galones
de las excelsas figuras bíblicas se fueron transmutando en las sienes de
Vasanta en ardientes y ansiosos anhelos por abrazar a la fresca gotita de su
sangre, una Estrella del desierto alumbrada en aquellos arábigos lares con su
ADN, configurando un nuevo eslabón en el árbol genealógico.
Y haciendo algo de historia, decir que allá
por los primigenios balbuceos de los tiempos el desierto campaba a sus anchas y sin cortapisas, y a veces enfurecido
pensando en su futuro, se comportaba como un caballo desbocado, cubriéndolo
todo con su poderoso manto, llegando hasta los confines del horizonte, no
permitiendo a sus esforzados pobladores unas migajas de progreso y desarrollo
para mitigar las carencias, ubicados como estaban entre unas yermas y duras
faldas de arenoso terruño.
Sin embargo, con el paso de los años, la
ingeniosa mente humana en un acto de rebeldía se plantó frente a tamaña y
descarada muralla desértica, y enfundándose el traje de faena se pusieron manos
a la obra, acometiendo corrimientos de tierra, arena y pedregales sin descanso,
echando mano de la privilegiada y ubérrima billetera de la que disponían,
extendiendo cheque sobre cheque en blanco(o negro) los jeques, sin reparar en
dispendios o excesos de inversión a través de los más sofisticados conductos y
conductas, caudales y peculio tocante y sonante de mil colores, no faltando el
oro negro, removiendo Roma con Santiago, y poco a poco fueron subvirtiendo las
arcaicas estructuras y vida del precámbico, modificando los lazos, meandros y
bocas de mar enquistados en sus entrañas desde la eternidad, así como mitos y montes
ancestrales, ramblas y lanares cabañas, cuadras de camellos y milenarias dunas.
Y de esa manera se fue generando de la noche
a la mañana, y como por arte de magia un plantel de vegas vírgenes y prósperos
oasis, voluptuosas calas y monumentales rascacielos a la carta, mares y
navegaciones fluviales sin cuento, pisando fuerte y con garbo los senderos
dubaitíes los próceres del lugar.
Tanto es así que han hecho un mundo nuevo,
como prolongación de la trama de las Mil y una noches, hilvanando otras tantas
historias de monumentales y lujosas construcciones de narrativa fantasía con coquetos
cuidos, magnas moles comerciales anegadas de tiendas, supermercados y grandes
almacenes con gigantescos parkings, configurando altas torres a diestro y
siniestro, ancha es Castilla, toda una exuberancia de edificios y castillos y elevados
bloques comunitarios (como si bailasen en el aire) en los reales Emiratos
Árabes, expandiendo sus económicas y bursátiles garras ultramodernas por los
más variopintos puntos del globo.
Dubái 15-4-2016
La hora del baño
A la hora del baño o
abluciones en aquellos parajes pérsicos, al tomar el sol en el reducido recinto
de la piscina, se le contorneaban a Sherezade los pensares, en cambio cuando se
mudaba de estancia bajando a la playa, desplegaba alegre, como un velero, las
alas en la plenitud marina, dejándose llevar por las apacibles y sensuales olas,
hirviendo en su interior un mar de curiosidades; entre otras diversas cuestiones,
los roles a realizar durante la permanencia en aquel mundo musulmán llegado de
golpe, tan exótico y singular, interrogándose de continuo si se le permitiría ejercer
como jequesa en funciones, por si estuviese vacante el trono en tales calendas abrileñas
por vacaciones de la titular, o bien porque se le ofreciese por cortesía de
aquella tierra rica en negros pozos al portador, y persistía escarbando en una incesante
búsqueda respuestas a la cuestión palpitante, a un no sé qué, elucubrando
fantasías sin límite, aunque sin posarse en ninguna en concreto, como no fuese que,
en medio de la especulativa turbulencia pensante, se entregase a un antojadizo y
rijoso juego de delectaciones musicales, como la danza del vientre, o se inmiscuyera
en el licencioso lanzamiento de limones por los aires del harén en magnánima ceremonia
del sultán u otras locuras, todo ello en legítima defensa antes de atragantarse
ante la tesitura de no saber a qué carta quedarse, por aquello del refranero,
"allá donde fueres, haz lo que vieres", y deshojaba la margarita a
cerca de los enmarañados advenimientos, calibrando presurosa cada cosa que
entraba y salía por sus ojos o se cruzaba por el camino.
Iban como
expurgándose por incómodos o impertinentes los suspiros, las suspicacias, los
pesares; o gestándose delicados y frágiles sueños o arranques al socaire de la lenta
y ardorosa mañana, sumergiéndose en reflexiones y cálculos, rotulando soto voce
señas de identidad, signos, cicratices o mondas vivenciales, mientras al fondo del
escenario se pavoneaba un tanto reticente y gallardo el Golfo Pérsico,
atusándose los mostachos de hombría con tibio y breve oleaje, como acariciando autocomplaciente
a los veraneantes, acaso para hacer más llevaderos los sofocantes rayos de un sol
de justicia, desafiando el muy osado y golfo con sus azulonas aguas al fiero y
tedioso desierto, que exhibía, embrutecido y amenazante, sus belicosas
branquias con puntuales lluvias de arena, espejismos o puñales, cual gigantesco
y prehistórico dinosaurio, retozando a su aire entre el cielo y la tierra.
Una tenue brisa acariciaba
los rostros mojados, expuestos al sol y al conspicuo céfiro, que rozaba de
cuando en vez los apretados pensamientos que ronroneaban en las rendijas de sus
mientes.
El tiempo se dormía
entre sus brazos, y brotaban los silencios, ensimismados como estaban los
bañistas y Sherezade en su insondable mundo y lo que reverberaba en derredor,
en un proceso de voraz escrutinio, como si sintiese destellos de sirena extraviada,
lejos del calor de los suyos o del ancestro marino mediterráneo, vagando por raros
escollos en esos vaivenes tan aventurados, yendo de aquí para allá sintiéndose un
tanto desnortada o desasistida, como desterrada de su hábitat natural, al no
poder ejercitarse en los habituales paliques con la tribu para no aburrirse.
O acaso no encontraba la ocasión para emplear
sus armas y arengar al personal en fraternos corrillos o peñas preñadas de peculiar
gracejo con nutrida facundia, o se sintiese indefensa, cual barca varada en la
orilla a la espera de tiempos mejores, un tanto retraída, alejada del bullicio existencial
y sin probar bocado, no asimilando las yodadas esencias de los mares de Odiseo,
los hervideros lugareños ni el fragor de los oasis orientales, cayendo en el
hastío y el desconsuelo.
Tales sensaciones
podrían ser fruto de verse sin mando en los canales que pateaba, sobre todo en
programas televisivos como Sálvame Deluxe, a fin de salir airosa por sus
propios medios de las revueltas y escollos de los mares arábigos o del averno, y
no le quedaba otra que tragar saliva para aliviar las tórridas y exaltadas horas.
Y al cabo de un
tiempo, se iba del litoral haciendo mutis por el calenturiento foro, tal vez
con el tarro lleno de esencias nuevas o clandestinas, aprehendidas de lúgubres mazmorras,
vaya usted a saber, acaso evocando lecturas de añoradas y juveniles remembranzas
de la tierra natal, llevando el escapulario del santo de su devoción al cuello,
como signo de protección, haciendo valer en tierra mora las raíces cristianas
de las cruzadas, las que había succionado al primer llanto, hallándose en estos
momentos turbada entre la mahometana concurrencia, y al abandonar los aposentos
playeros la juguetona arenilla, importuna, se adhería como un clavo a los dedos
de los pies, poniéndolos entre la espada y la pared dentro de las sucintas sandalias.
Y se oían en la
garganta profunda del mar los prístinos ecos de milenarios quejidos, como rebuznos de vetustas
acémilas beduinas o asnales pastando en las silentes cañadas acuíferas, cual estelas
fugaces que se expandiesen por aquella bóveda, telúrica y elocuente, alimentando
la contemplación del espíritu, y con paso firme y certero se dirigía toda
resolutiva al balsámico refugio de los ansiados afanes y sentires.
Las esbeltas edificaciones
del entorno sostenían eufóricas la cosmopolita aureola de modernidad, exhibiendo
a los cuatro vientos la talla y el talle de sus estructuras, plantándole cara a
la torre de Babel, al tictac del vacío o al enquistado olvido en el corazón de aquella
tierra pétrea y arenosa, roja y morena, con sus campos sembrados hasta fechas
recientes de famélicas y penosas perspectivas.
Pese al enrarecido
ambiente en el que Sherezade se desenvolvía con las idas y venidas, le llegaban
aires frescos de confraternidad y comprensión a lo largo del área de descanso
del discurrir cotidiano.
Se invitaba al
visitante a deambular por aquellos enigmáticos vericuetos con burka o sin él,
desplazándose por su radio de acción cada uno a su aire, como el polen,
esmirriados insectos o la incertidumbre.
Y al siguiente día
más de lo mismo, liándose la manta o toalla a la cabeza se repetía la escena, y
al dejar el baño, regresaba llena y sonriente a la morada cruzando la movediza
arena.
Ya dentro, se
detenía un instante, casi eterno, cavilando, como hechizada, masticando ensoñaciones,
secretos, cuentos de juventud ( de Alí Babá y sirenitas, simbades marinos y
lámparas, príncipes y princesas o cenicientas...), y exhalaba a veces frases nebulosas,
sonidos, jitanjáforas, murmullos o palabros con giros de cabeza o brazos, como
espantando lo extraño que volaba por el rostro al ir al supermercado y elegir
productos con nombres y guarismos raros, quizá por ausencia del don de lenguas.
En ocasiones reaccionaba
como si paladease dulces dátiles autóctonos, oteando con ardoroso interés, no
poco extrañada, lo que le rodeaba, el panorama reinante en aquellas posesiones,
como si quisiese adentrarse o adueñarse de ellas con la mirada, imaginándolas no
muy lejos de los juncos y jardines del río Jordán o Santos Lugares, que a buen
seguro sus labios querrían besar, sintiéndose frustrada en parte, con el rotundo
sol por bandera y, haciendo de las suyas, enhebraba ensortijados y rutilantes
sueños o quimeras en la blancura azulada de las espumosas olas.
Y al término de la mañana, después del arábigo
baño de sal y sol y prometedoras
expectativas, volvía Sherezade reconfortada al dulce hogar...
El desierto
Apretando el gatillo
de la curiosidad y las bridas del Hummel no cortaba el mar asfáltico sino
volaba de copiloto Vasanta por aquellos áridos andurriales, inmensos terrenos
sin fronteras aparentes, cual tierra de nadie, dando la sensación de que se
podía cruzar tranquilamente a toda pastilla, mientras no disparasen un tiro a
bocajarro (se diría para sus adentros), no con pistola de juguete sino de
verdad, conseguida en algún mercado negro, estando sembradas sus entrañas de penosa
y mustia soledad, con suma resignación y espejismos en lontananza.
Poco a poco, se iba
adentrando el todo terreno en aquel inhabitable y desolado campo amarillento, todo
un mundo casi por descubrir, fraguándose en esos instantes la fuga del
intratable Lorenzo, al coincidir con la hora de recogida de bártulos y regreso
a casa, el ocaso, pese a que unos instantes antes brillaba con toda su fuerza exhibiendo
sus mejores galas, como si en tales coyunturas quisiese ningunear el espíritu
místico de la media luna turca con sus pálidos rayos unas veces, y apasionados
e hirientes latidos otras, dando rienda suelta el viajero a los más recónditos sueños
de infancia e inquietudes, escudriñando in situ los entresijos y texturas del
desierto, hurgando en su cuerpo, boca, labios, ojos, ... y en las curvas de sus
esencias zurcidas con racimos de insectos, serpientes y lagartos incrustados o
soterrados en la piel, que en un tiempo pugnarían entre sí por mantener, cada uno
a su manera, sus derechos milenarios en aquella dilatada vastedad.
Bebía Vasanta con
ahínco los vientos desérticos a través de los soporíferos bostezos y ronquidos que
brotaban de aquella tierra casi mística y guerrera, callada, semejante a un camposanto
todo amarillento, y parecía como si se atisbasen
espejismos o imágenes de antediluvianas praderas con pisadas de diplodocus y
dinosaurios, aunque sin rastro alguno de agua, recubierta la superficie de pulverizadas
lajas, insignificantes granos de arenilla y residuales fosilizaciones.
Y al crepúsculo salió
toda acicalada y rutilante la luna, reposando entre sus pechos, escurriéndose
por entre las laderas de las dunas, o coqueteando a sus espaldas entre restos
de lagartos y raquíticos insectos en un abanico de matices y remolinos, como contraste
de lo que vendría después, el desafiante oasis,
surgido como por arte de magia a la vuelta de la esquina, no siendo otro que el
Gran Hotel de estilo árabe, cual castillo rojo granadino, que se alzaba todo majestuoso
y señero entre sonrientes jardines de flores y fragancias en mitad del desierto,
pregonándolo al mundo, a la vida por sus innumerables ventanales, amenizado con
hospitalarias y relajantes músicas rebosantes de júbilo, tocando las urdimbres más
sensibles del espíritu, acentuándose más si cabe con la espesa oscuridad
circundante, dulcificando las heridas, las raras posturas, avivando la comunicación
humana.
El corazón, hambriento de buena nueva, exhibía los colmillos por entre los
denostados derroteros, y se entregaba sin reservas el viajero al raudo trasiego
de lo que vivía, respirando hondo, atendiendo a los apremiantes anhelos que invadían
su cabeza, cual otro beduíno, embelesado en la exótica atmósfera que lo
envolvía, saltando de hito en hito, de duna en duna, de bache en bache en la
travesía.
Durante el viaje, se sentía como polen revoloteando por el espacio de la
vida, tarareando célebres melodías, como la que se oía aquella noche,
"Siempre hay por qué vivir, por qué luchar, a quién amar"..., sonando tentadoras las notas en el inesperado
escenario, los patios del hotel, y proseguía encorajinada la encendida música ...a
media luz los dos...o ... gira, el mundo gira en espacio infinito con amores
que comienzan ..., lo mismo que ocurre en cualquier parte del mundo, Maldivas,
Dubái o la tierra del Ándalus, donde un buen día vino a nacer Vasanta.
El desierto dubatí, aunque
parecía como dejado de la mano de Dios, permanece vigilado día y noche a buen
seguro, y más aun en noches de turbia luna por si acaso, por mesnadas moras o el
mismo Alá en persona (que nunca se sabe), y se vislumbraban, discurriendo por
la orilla del Golfo arábigo, ciertos vestigios y pesares enquistados en las
costras del tiempo, restos prehistóricos de crustáceos, una especie de pepitas
de oro olvidadas tal vez por el rey Midas, y graciosas caracolillas esculpidas a
maravilla por la erosión de las olas, que rubricaban las señas de identidad de
aquellos lugares, emanando una honda nostalgia de las silenciosas criaturas que
durante un tiempo allí habitaron, como los tuaregs y otros beduínos, que se desplazarban,
como Pedro por su casa, descolgándose por el Mar Arábigo Golfo, Omán, Katar o Arabia
Saudí al son de camellos o dromedarios entre encantadores de serpientes o gurús,
luchando contra las ventiscas de arena según fueran por el desierto, rezumando entre
ceja y ceja religiosas leyendas del Corán.
Mientras tanto,
proseguía Vasanta su periplo por aquellas estaciones y arenosas estancias, evocando
a otros pueblos y tribus, sarracenos, almohades, almorávides o bereberes con los
rebaños, y los no menos sonados y recalcitrantes espejismos cosechados misteriosamente
por SS.MM. los Reyes Magos de Oriente, cuando haciendo el camino de Belén, llevaban
en las alforjas las piedras preciosas y aromáticas esencias, rompiendo una
lanza en pro de la infancia, instaurando en su honor todo un mundo de fantasía
repartiendo juguetes, caramelos, globos o caballitos de cartón, y propiciando
la creación de figurillas de belenes con sus respectivos personajes y animales,
barnizadas con ilusionada ternura, llegando hasta nuestros días.
En la piscina del reducto
hotelero, era donde mejor se movía el personal, yendo de aquí para allá con aire
desenfadado y buen talante, tal vez embrujado por el carrusel de trenzas y
sugerentes contrastes de voces, pecas, lenguas, culturas, miradas, roces, o el
rumor de las tiernas y cristalinas aguas que discurrían por las acequias y
estanques del recinto compartiendo sonrisas con los visitantes, entre inusitados
suspiros y gestos de admiración y regocijo, como si reviviesen inmortales
escenas de la película de Lawrence de Arabia, o del mundo real, la huida de Mahoma
de la Meca a Medina en la Hégira, por el rechazo de las turbas a la buena nueva
que traía, abandonándolo a su suerte.
Espumoso paseo
El espumoso paseo
por la orilla del mar aquella mañana fue muy enriquecedor, chapoteando las soliviantadas
olas en el suave flujo de la marea, temerosas tal vez por sentirse violentadas a
hora tan temprana, aunque caía ya un sol harto madrugero apostado en los
balcones de Dubái, incombustible, como si trasnochase tanto en invierno como en
verano.
Aquel paseo matutino
fue para Vasanta un baño de descubrimientos, remembranzas y sensaciones únicas,
así como de inconmensurable concordia interior, enfilando complaciente aquella
herradura de playa arábiga labrada por los antojadizos designios de legisladores
de carne y hueso del emirato, con fina arena y una suave brisa que acariciaba los
pensares y el rostro, evocando reminiscencias ancestrales.
Y vinieron a
coincidir tan señaladas fechas con la conmemoración del cuarto centenario de
Cervantes, llevándolo Vasanta sin darse cuenta en la mochila junto al séquito
histórico quijotesco, con razzias, batallas de espanto, escarceos y fugas por
tierras de Lepanto perdiendo casi hasta el apellido en la refriega, y la
movilidad del brazo izquierdo, siendo capturado después por un escuadrón de piratas berberiscos según iba navegando, y mientras
tanto el viajero seguía sin prisa pero sin pausa caminando por la orilla marina,
contento y confiado en su estrella, cruzando luego a la otra orilla de los
brazos de la Palmera urbanística del cerrado recinto dubaití, teniendo al
regreso un raro y rocambolesco contratiempo con un vigilante de playa, que le prohibía
pasar, indicando en su jerga autóctona que debía volver hacia atrás sin más
explicaciones, remedando escenas de la torre de Babel por la incomprensión
idiomática, siendo sin duda aquella odisea un fiel reflejo de lo que allí se
masca, y respondía el percance al pie de la letra a los guiños y bailes dictatoriales
del Jeque de turno, que a la vera de la ribera del Golfo Pérsico disponía a la
sazón de sus íntimos dominios, la isla bonita, donde vive y mora con su numeroso
séquito, en mitad de la artificial bahía diseñada por ellos, y escoltada no por
barcos piratas sino lujosas embarcaciones y relucientes helicópteros, lo mismo que
antaño estaba el caballo a la puerta.
Se encuentran allí haciendo
guardia y hasta nueva orden, aguardando las puntuales acometidas o caciquiles exigencias
del jeque tocando a rebato en cualquier momento.
En el incesante e
incierto caminar por las veredas peatonales dubaitíes (calles sin aceras), en
medio de aquellos ríos motorizados y montañas rusas, donde cohabitan los nativos
con los numerosos pobladores del orbe, ciudad cosmopolita por excelencia hoy,
bebía Vasanta en las inagotables fuentes de Zherezade lo que buenamente podía,
y tuvo la fortuna de contemplar las obras allí realizadas, llevadas a cabo como
por encanto y gracia de los jeques gracias a la mano de obra barata de tantas
criaturas dispuestas al sacrificio con tal de llevar el pan al hogar.
Se podía ver a los
obreros configurando auténticos hormigueros, avanzando en fila india o
pakistaní, nepalí, filipina o iraní a tomar el bus para retornar al lugar de descanso
o trabajo en los distintos puntos de
Dubái, donde se erigían los soberbios rascacielos.
Ahora, aquellos territorios
moros respiran, un tanto engreídos, nuevos aires de progreso y bienestar, al
considerarse los reyes y dueños del desierto,
después de haberle usurpado de mala manera las señas de identidad, el pedigrí, cuando
no hace mucho campaba el desierto a sus anchas por los cuatro costados, no
ponderándose en sus justos términos el hecho de que hayan sido vilmente
fulminados sus legítimos derechos, las más entrañables estirpes desérticas, habiendo
sido arrinconado mediante abundante pasta gansa de por medio y por imperativo regio,
desposeyéndolo de su atractivo e idiosincrasia, suprimiendo las celebérrimas competiciones deportivas que se llevaban
a cabo en su regazo, y el paso de los aborígenes con las acémilas, y sin previo
aviso le han echado de casa, enterrando el desierto en vida, obligándolo a recular
ejerciendo la prostitución bursátil.
Se han construido oasis
marinos a la carta a diestro y siniestro en su propio seno, generando un mundo
nuevo, floreciente, cubierto de lujo, bondades y bendiciones con agua a
raudales, emulando las chorreras a ambos lados de los accesos a la Alhambra granadina,
con exuberantes flores, vivas avecillas y solemnes palmeras, que parecen
representar la danza del vientre en aquellos novísimos aires, armonizado con el
aire acondicionado y surtidos brazos de mar y canales estilo veneciano, eliminando
los tórridos tiritones del estío que proliferaban por aquellas tierras desde
que el mundo es mundo.
Las vivenciales
novedades de aquellos rincones evocaban muy a su pesar el castizo refrán
castellano, éste no es mi Juan, que me lo han cambiado.
Sic transit gloria mundi (Así pasa la gloria del mundo).
Creación
de un mundo nuevo
...y
al séptimo descansó.
El lunes, día de la
diosa Luna, recibía ardientes efluvios de su rostro embrujado el viajero,
subiéndole los colores de las mareas interiores.
Corrían unos frescos
céfiros, que pregonaban a los cuatro vientos la transformación que se gestaba en
aquellas milenarias tierras al haber llegado un nuevo amanecer, amedrentando
los ricos pucheros de la abuela, los primitivos pensares y a las lagartijas por
temor a no poder tumbarse al sol del desierto para aliviar sus penas,
augurándose lo peor, el ser o no ser.
Unas apremiantes y nunca
vistas corrientes habían venido a aquellos puertos de Oriente, trayendo
concepciones discordantes con sus andamios y hábitat, llegaban con una especie de
encajes de estreno para ir por la vida, cual imperiosa primavera que entrase
por la ventana sin saberlo, vitoreando entusiásticos himnos de alegría a orillas
del Golfo Pérsico o Mar de Arabia.
Y surgió todo como de
repente, con la refrescante y milagrosa llegada del mar al polvoriento desierto,
junto con el transporte de montañas de rocas y arena fina que se apilaban en sus mismas
fauces, dándole un vuelco a aquel pedazo de mundo seco, que no lo reconocía ya
ni el Dios que lo creó, ejecutándose con asombrosos desembolsos de plata de ley
y oro puro y duro o negro a través de inversiones financieras del
establishment, con vistas a lograr el enriquecimiento del reino y el
divertimento humano, previo pago de cheques sobre cheques seguro que de todos
los colores, sin los cuales no hubiese sido posible haber movido un dedo ni un
grano de arena, y menos aún poner en funcionamiento tan compleja maquinaria, cambiando
los esquemas mentales del terreno y de los nativos, subvirtiendo las estructuras
telúricas, como si por mor de una hecatombe se hubiese trastocado el entorno, y
el mar de pronto se tornase tierra y el desierto agua, como los versos de
ALberti, "Se equivocó la paloma, se equivocaba, ...creyó que el trigo era
agua"..., o algo parecido al paso del mar Rojo por Moisés al frente de la
turba huyendo de las tropas faraónicas, separándose las aguas primero y juntándose
después en una tumultuosa locura de titanes.
Y una vez
construidos los cimientos de los nuevos baluartes, comenzaron a edificar por doquier,
incluso en las vísceras de las aguas marinas, como la célebre Isla Palmera
dubaití, anclada como un navío de guerra en mitad de la recién creada bahía con
soleadas y solaces calitas.
Sin embargo no hay
que olvidar que si en algún momento les faltase el oxígeno del combustible para
los motores del cambio, no podrían respirar sus pulmones bursátiles, siendo por
otro lado tan abundante el combustible en las inmediaciones a los primeros
balbuceos, pero que actualmente el imperio dubaití se sostiene principalmente
con el aliento capitalino de aldea global, por la afluencia de capital
extranjero mediante shows o exhibicionismo de todas las marcas y palos a escala
universal, turismo empresarial, deportivo, cultural o de la moda, que llegan
como atraído por un imán a aquellos jóvenes oasis, hoy día tan en boga, tanto por
mar como por aire u on line, ingresando
en sus arcas una innúmera lluvia de caudales.
De lo contrario, tan
grandiosa industria hubiese sido un puro espejismo sin estos carburantes,
tocantes y sonantes, que llegan a sus dominios un día sí y el otro también, ya
que los pozos para repostar se habrían marchitado en una primavera temprana,
quedándose exánimes, sin alas ni ramas a las que agarrarse ni luz por el
camino, y sin asiento en bancos (incluso en los del parque).
Y no sería posible la siembra en terreno
abonado para que brote en sus mismas entrañas el poder empresarial y financiero,
dado que conllevaría la ruina a esos campos ya tan castigados, domeñados tradicionalmente
por el camello y la insolación, los tuaregs y los bereberes, entre otros, con
sus rebaños, acarreando una escabechina humana.
Pero el cambalache
fue de tomo y lomo, forjándose un emporio de padre y muy señor mío,
sorprendiendo a propios y extraños, con grandilocuentes perspectivas, y compaginándolo
todo a las mil maravillas con las creencias del islam, ubicando artilugios o construyendo
recintos de recogimiento para la oración en los espacios más misteriosos, a fin
de glorificar al Creador del Paraíso eterno con las vírgenes doncellas en todo
tiempo y lugar: cuartos de baño, aparcamientos, fábricas, obras en
construcción, zocos, mercadillos, o en cuevas, como la de Alí Babá y los 40
ladrones, irradiando así mismo seductores revoloteos y místicos gorjeos las
avecillas por los jardines y estanques, con no pocas sorpresas y tentadoras
atracciones, pistas heladas de esquí en período estival e incitadores y colosales
comercios al por mayor.
Todo un paraíso,
como aquel que dice, al alcance de la mano. Tanto es así que para alcanzarlo ya
no hace falta morir (como apuntaba Santa Teresa, muero porque no muero...),
porque vivito y coleando se bebe y vive allí, masticando y saboreando las divinas
y reales esencias en el endiablado y laberíntico mundo que los jeques y
jequesas (con universales esencias y perfumes de Carolina Herrera, Paco Rabanne
y otros, todo sea dicho), y adláteres de delicatessen han configurado para deleite
de la Humanidad, con la salvedad de que no está permitida la entrada a todo el
mundo, sino sólo a los que tengan la dicha crematística o la condena -si
llegase el caso - del esplendor en la hierba, nadando en la abundancia.
Todo ello sutilmente diseñado, arropado con
los más artificiosos logros, envolviéndolo en un hábitat harto evanescente y caprichoso,
o acaso sea un megalómano empeño del emirato por competir con su mismo Dios en
un acto de rebeldía, no sabiéndose hasta la fecha cómo le habrá sentado.
Tal vez lo hayan
perpetrado, actuando en el gran teatro del mundo, arrastrados por la
impaciencia, ávidos del disfrute del Paraíso eterno, al no resignarse a tan larga
espera, justificando la premura por las ansias de gozarlo aquí y ahora, libando
los aromas del más allá, acercando a los ciudadanos el lejano cielo con toda
suerte de ensoñadoras sorpresas, bocados de ambrosía, voluptuoso tocino celestial
o turrón tierno mezclado con pan místico y melodiosos hechizos con danzarinas del
vientre, todo al por mayor y a la mayor gloria de Alá, plagiando con descaro su
obra.
En
el banco sombreado
(11-4-2016)
Aquel día, allá por
las calendas de abril, apretaba más que
de costumbre el sol dubaití, se podría decir que su vientre no aguantaba más lo
que llevaba dentro, y se despendoló a
sus anchas echando fuego y mano de sus entresijos y herramientas a babor y
estribor con el fin de no sentirse infravalorado por los tórridos rayos desérticos.
Ya que a pocas
millas del estrado donde se hallaba el viajero, se relamía gozoso y socarrón el
todopoderoso desierto con sus dunas a flor de piel, invitando a los transeúntes
a entrar en su juego, navegando por sus venas en camellos o dromedarios y palpar
de primera mano sus latidos, tectónicos entresijos y frustraciones junto con los
misterios que enceraba, así como la endogamia de su estirpe, y fuese cual legendario
ermitaño, pateando los tramos abiertos al viento que corre o llega por entre
sus pechos sin resquemores de ningún tipo, alimentándose de cortezas si fuera
preciso.
Mientras tanto estaba
allí, bajo la minúscula pérgola, como amarrado al duro banco gongorino en el
pequeño gran oasis el viajero, leyendo o escribiendo, y se peleaba con las esquivas
palabras, tirándoles los tejos, intentando llegar a algún acuerdo, rodeado de
fragancias, algún insecto y la traviesa
brisa que salía de una balsa contigua y de las colindantes aguas del Mar Arábigo, montado todo con la
singular parafernalia árabe, curtida en mil torres, palacios de generalifes,
castillos rojos o alhambras, que impasibles a los arañazos solares estiraba su
cuello como una gacela sacando pecho, como si atesorase en su interior todo el
mar de la vida.
En tales coyunturas
y circunstancias se sentía pletórico y satisfecho el viajero, por los resplandores
de bondad y mansedumbre que inhalaba, disfrutando de los reconfortantes aromas
y verdores del entorno.
¡Qué dicha, qué suerte
que fuese alumbrada allí Lucia, propiciando la oportunidad de conocer tan exóticos
parajes de oriente!
Su advenimiento,
como botadura de un barco recién salido del astillero, ha levantado un nuevo cielo
de sorpresivos parabienes y delicias nunca imaginadas.
Tanto es así que si
en su breve vida, un mes escaso, hubiese llegado a vislumbrar los océanos de
fulgores, pálpitos y secretos hallazgos a veces furtivos que ha ofrecido su presencia,
a buen seguro que se le caería la cara de vergüenza o la baba entonando salmos,
hosannas o acciones de gracias al Creador por el derroche de tan rica miel extraída
de los panales vitales y derramada a manos llenas entre los allegados y amigos,
o a lo mejor se extasiaría abrasada por el culmen de gracias y dones que advirtiese.
Al llegar la hora
del almuerzo, se veían nerviosos los pajarillos, intentando libar néctares o
picotear en lo que sospechaban que florecía, dando tiernos saltitos por la
hierba entre los refrescantes vericuetos ajardinados.
Alguno de ellos fisgaba
sigiloso detrás de un árbol, dándole no miedo sino mucha vergüenza al visionar a
gente de otros continentes. Seguramente que cuando pasen unos días en amena
compañía, se familiarizarán y acabarán por cantar y contar con su piquito de
oro, cual fieles confidentes, historias y más historias escondidas, encendidas
vigilias o escollos del mar de la vida, abriéndose de par en par, cual guayabas
maduras, como hace en estos momentos tímidamente un pajarillo, meneando la cola
y el sonriente pico en su presencia.
Chao, avecillas de
los vientos de Dubái, que disponéis de vuestros aposentos en la Urbanización Tiara
Solís, con identitarias onomásticas de ilustres generaciones, señas de
emperadores, reyes y papas, y rosarios de milenios incrustados en las entrañables
civilizaciones orientales a través de un abanico de seculares aconteceres y del
Padre Engendrador, vivo y perenne en las ondas cósmicas.
Y tú, avecilla, que me
escrutas curiosa con tu insaciable iris, ten un beatífico vuelo por los cuidados
y ajardinados oasis de este mundo arábigo. ع السلامة---maʿa s-salamah. Hasta luego. Vale (adiós en latín).
Martes
Ni te cases ni te
embarques...
Pese al fragor de la
batalla que rugía en el día del dios Marte, el viajero transitaba por aquellas
latitudes placentero, tal vez divagando por la hendidura de las horas lentas y
las grietas de las acequias de los pequeños oasis urbanísticos, tan acariciadas
por los árabes a lo largo de la historia, habiendo discurrido por ellas con la
sonrisa en los labios, cultivando plantas y miradas sin importarles el color de
las pulsaciones, el calor del cutis o los enfoques ajenos.
Amagaba un día gris
castaño, un tanto turbio y desinflado, como si las gotitas de agua que simulaban
contener en sus redes las nubes y a punto de estallar exhalasen tristura y bramasen
con estrépito al caer chocando con los barcos en la alta mar del día, como si
en el fondo llevasen petróleo u oro molido, incienso o mirra, saliendo alegres
avecillas de los escondites portando en el pico frescos suspiros, halagüeños
embrujos.
Se encorsetaba el día.
Y se amilanaban los proyectos, encogiéndose el horizonte, y la aspereza se ensanchaba
en un paulatino y estulto declinar haciendo cortes de manga o bruscas acciones diseccionando
las almas, los prístinos veneros del existir insistiendo en el empeño, trepando
por los troncos del pensamiento y los sentires.
Los libérrimos
gorjeos y ardiente canto de los pajarillos, sin embargo, se rebelaban instalándose en las ramas del
martes preparando sus hogares, despertando primaveras y a los pequeños placeres
que tales fechas brindaban en apoteósicas bocanadas sin apenas despeinarse.
Oh dios Marte, dueño
absoluto del minutero marciano y de las batallas (ataviado con casco, coraza,
lanza y escudo), sacude la mugre incrustada en el bélico bosque de los pensares
y en el espíritu, que crece clandestinamente, y haz que broten la alegría y el vino
tinto del dios Baco en sazonadas saturnales
sin cuento.
Levantemos gozosos la
copa en su honor. Va por él ...
Miércoles,
ofrenda al dios Mercurio
Era la jornada del miércoles,
y le pertenecía por derecho propio al dios Mercurio.
Y haciendo un alto
en el camino el viajero, se puso a hojear las páginas de la memoria punteando
la biografía merculiana, humor, laberínticas andanzas y su patrimonio comercial
y artístico, percatándose de que transmitía un vívido anhelo de que se acercasen
sin ambages a su persona despachándose a su gusto, empezando por donde más guste,
toda vez que en ningún momento se quejaría por ello al ser un consumado diplomático,
así como el dios de los entresijos de la oferta y la demanda en los mercados, y
protector del camino de Santiago, Roma o la Meca, y de las bellas artes, alimentando
las más atrevidas aventuras de escribir. Así que manos a la obra, en esos aires
tan singulares y variopintos.
Y alzando la mirada,
vislumbró desde el punto de mira de la marquesina de la urbanización donde se
encontraba, que invitaba a la compañía, por un lado, las construcciones a ras
de superficie marina de la célebre isla de la Palmera dubaití, entre ramificaciones
arbóreas y penachos de palmeras flotando sobre las aguas como un inmenso buque,
y del otro, el mar, la mar albertiana con su marinero en tierra, con insinuantes
olas, recién destetadas de la madre, ávidas por hacer travesuras, como galopar a
sus anchas por los cuerpos de los bañistas haciendo locuras o masajearlos a
placer hasta la puesta de sol, aturrullando arrugas o el gusanillo del estrés.
Entre tanto la incipiente
brisa matutina, algo inquieta, trasteaba en las hojas del cuadernillo de
escritura, y la chorrera con incesante agua que caía en frente salpicaba en
ocasiones llamando la atención, pidiendo a los transeúntes y avecillas que se fijasen
en ella para capturar los vibrantes instantes que se agolpaban en sus venas, en
sus artificiosas cataratas allí plasmadas en hercúleo alarde rivalizando con
las de Iguazú, y cuyas aguas discurrían vigilantes por los estanques y pozas,
el verde césped y el florido coloreado de la fantasía, junto con el oxígeno que
surcaba el ambiente desnortado por tanta garganta como cruzaba por aquellos
lares, hambrienta de estéticos albores, rojas lunas o quizá toparse con desérticos
ancestros de beduínos u otros disfrutes estelares propios de aquellas exóticas tierras.
En el fondo del
ensoñamiento se percibían aires como del concierto de Aranjuez, brotando como de
dulce vihuela, acordeón o teclas celestiales, siendo auténticas melodías de multicolores
trinos voladores y danzas moras, entremezclándose con el imprevisible discurrir
de los humanos.
Pero al dios
Mercurio lo que de verdad le fascinaba era enfangarse en el mundo creativo de artistas
y poetas en las más variadas vertientes, sobre todo el día de la semana que le
correspondía, y gozaba como nadie del esplendor de las horas escuchando los zumbidos
del éter, los sístoles y diástoles de los entes o de las prevenidas hormiguitas,
que traficaban sin descanso por el entresuelo o murallas que se les pusiesen
por delante.
Los jeques, emires y sultanes a la par que
los agentes comerciales e inversores y creadores de la urbe dubaití han
interpretado a la perfección una pieza única, una seductora ópera prima, que
semeja espejismos de entrada, pero que en el fondo ha cuajado en una palmaria
realidad, la creación de un mundo a lo grande capaz de hechizar al más exigente,
de tal modo que el sentir autóctono se afana por atisbar en aquellos horizontes
fidedignos destellos de paradisíacas antesalas del más allá, logrado con el
sincronizado engranaje y concierto de los responsables de la industria humana.
Y para cerrar la
trama del paseo y otras trapisondas, sólo resta despedirse del dios del Miércoles
como mandan los cánones, señalando el hito de la celebración de los encuentros
de Champions League, que tan fuertemente ha arraigado en aquellos lugares, siendo
una de las fechas más solemnes, reuniéndose la floreciente afición futbolística
dubaití (procedente en gran media de los puntos más dispares del globo) con sus
respectivas peñas en torno a la hoguera del televisor con los cinco sentidos y
el corazón partío, presagiando a veces asesinos infartos si su equipo no gana, sin
necesidad de recurrir a otras trágicas y endiosadas causas, por mor del placer
de ver la pelota rodando por el césped de una bota a la otra y entrando en el
portal contrario.
Por todo ello hay que
resaltar el que todo un dios, como Mercurio, presida desde su serenísima altura
tan excelsos y variados fastos, derramando sus gracias a los mortales que en
aquellos reinos conviven.
Y bajando el telón, dar
las gracias a aquella misteriosa tierra deseándole lo mejor, dejando la puerta
abierta a futuras empresas colectivas o personales.
Pegando
la hebra
No podía entender lo que pasaba en su derredor, o cómo diablos había
cambiado tanto el escenario al viajar a un país no tan lejano aunque
desconocido para él, habituado como estaba a la rutina diaria, las doce uvas,
la tortilla española, las migas de Torrox, las tortas del Algarrobo o las
cañitas con los amiguetes de siempre en el barrio que lo vio nacer, en la
luminosa capital del Sur de Europa.
Y al poco de los primeros
balbuceos mañaneros, sin apenas darse cuenta, acaeció que estando allí, vino a
caer en sus manos unos papiros o pergaminos de más de mil años de antigüedad en
los que se podía leer: "En ese momento, Sherezade, dándose cuenta de que
se acercaba la madrugada, calló discretamente.
Pero cuando llegó la noche
siguiente...
Ella dijo: -He sabido, oh rey
afortunado, que Alí-Ben-Bekar cantó de este modo:
¡Escucha, oh copero! ¡Es tan hermoso mi
amor que, si poseyera todas las ciudades, las cedería en seguida por tocar con
mis labios una sola vez el lunar de su ingrata mejilla! ¡Su rostro es tan bello
que incluso el lunar le sobra!...
Y mientras estos renglones
desgranaba, llegada la hora del baño allá por el Golfo Pérsico donde
pernoctaba, confluían aquel día dos almas un tanto desleídas, como incomunicadas,
sumidas en la pena, contorneándose en los confines de un universo anímico y de
las olas, atragantándose las horas, inquiriendo con frenesí a las deidades un
no sé qué, zambulléndose en el artificioso brazo o balneario marino acometido
con mimo por los magnates del lugar, expurgando sueños, señas, cicratices y
enrarecidos cócteles de mondas vitales en ese Mar Arábigo como fondo, que se
mecía lúbrico bajo los ardientes rayos solares desafiando al desierto que
asomaba rabioso al alba expandiendo sus brazos en un carrusel de espejismos y
dunas y más dunas, como si fuesen barricadas.
Mas el suave oleaje de la
balsa marina exhalaba una tierna brisa que se filtraba por entre las celosías
de los espíritus acariciando las mejillas y los más íntimos pensamientos.
Ella se levantó sin decir
nada, se fue cabizbaja, pensativa, con las sandalias llenas de arenilla fina entre
sus alas.
Se sentían ecos de un silencio
de siglos en aquella estela, que se deslizaba por el camino de regreso al
refugio de los secretos (con burka?) de comprometidos afanes, presentimientos y
ansiadas esperanzas.
Las monumentales torres, las dilatadas
estancias y las seductoras flores del entorno dubaití sustentaban ufanas el faraónico
esplendor, el talle, evocando el embrujo de los jardines colgantes de Babilonia
y el carisma de Alá en aquella especie de paraíso terrenal, plantando cara al
verdugo del tiempo, que fluye río abajo hasta desembocar en la mar, así como al
tic tac de la monotonía y el olvido, enraizando el quejido en la árida estepa
del vivir, inundada de inanes anhelos deambulan plácidamente en ocasiones, o
desquiciados, otras, por las orillas del Golfo Pérsico, incrustándose en los
tiempos del partido que se ha de jugar sin remisión cada día, cuando el rey
despierte del gran sueño tras haber escuchado la noche anterior las secuencias
de las Mil y una noches, las peripecias, andanzas y desventuras que han ido
cayendo en sus sienes desde los temblorosos labios de la femenina boca, y la
vorágine de la corriente que discurría rauda no se sabe adónde, o se agrande tal
vez más el misterio musitando palabras de amor, estupor, desconsuelo o feliz
esperanza.
Y percatándose Sherezade de
que estaba próxima la madrugada, se relajó y enmudeció ...
Y después, a la noche
siguiente ...
Piedras preciosas
Siguiendo las
palabras evangélicas, tú eres Pedro, que significa piedra y sobre ella levantaré
mi iglesia, se pergeñó al parecer la denominación de los distintos buildings de
Dubái a la hora de elegir para su nomenclatura las piedras preciosas, todo retadoras y llenas de vida: rubí,
esmeralda, zafiro, ágata, agua marina, amatista, ámbar, tanzanita y lapislázuli.
Y de esa guisa progresaba el viajero, escudriñando
los vericuetos entre el cielo y la tierra, las fragancias y secretos ambientales,
rumiando, libando...
Y llegó el domingo,
y Zherezade enhebró la aguja narrativa como de costumbre, pero pensando en su
fuero interno que pese a las lluvias de abril con las rutilantes flores que habían
florecido no llegaría a mayo, el mes de las flores, porque la paciencia del
príncipe que era tan frágil y abstrusa ofrecía indicios de estar dando las últimas
bocanadas, aunque intentase levantar el vuelo escuchando a Zherezade en su
ameno carrusel de cuentos y monólogos.
Mientras se sacudía con
dulzura la melena que le cubría la espalda y hombros, tuvo una chispeante idea,
cruzar el pasaje de Tiara Solís, en las urbanizaciones donde han cobrado vida, como
si las piedras hablasen y se adelantaran a su tiempo o a los tiempos posmodernos
mostrados a orillas del Golfo Pérsico, donde se erige como algo virtual lo que
sin duda es ya hoy una fastuosa y sugerente realidad, la ciudad de Dubái, centro
de encumbrados cumpleaños y encuentros, de capitales y edificaciones de altos
vuelos, volando a la altura de las nubes (aunque apenas existen) y los potentes
conductos o meandros marinos traídos desde el Mar Arábigo discurriendo alegremente
por sus calles.
Por el ala izquierda
de la urbanización se alza el building Tanzanita, que, como ya sugiere el
vocablo, apunta con sus trenzas a un azul tornasolado, sacando pecho con no
poco salero, dejando crecer sus bucles con desmesura, emulando al Rey Sol, sin
ponerse a calibrar el volumen de sus dimensiones, amedrentando al viajero y a
las desconfiadas aves que por allí merodean.
Las escaleras del edificio van cumpliendo con ajustado
tino y aplomo su cometido a la par que el espacioso ascensor, los grados de seriedad
y ascenso, de espesura y altitud, haciéndose notar los estragos al final en los
rellanos, llegando a lo alto con la lengua afuera, apilándose los jadeos en los
intrínsecos canastos, en sus canas, en la testa labrada y soleada a manos
llenas...
Mientras tanto,
esperemos que las narraciones hagan su efecto y contribuyan a que continúen durante
siglos en un vivificante jardín no faltando de nada, y donde no se mencione al
verdugo del tiempo...
Y a partir de esos
momentos, a ver qué piedra preciosa toca desentrañar del centro de la tierra viajando
con Julio Verne, por si hiera falta ...¿ágata, amatista, agua marina o ...?
Y cantando
cancioncillas se abren caminos ...En el fondo del mar...dónde están las llaves,
matarile rile rile, y dónde la piedra filosofal ... chin pon...
San Viernes dubaití, ofrenda al dios
Venus.
Los verdes accesos que
pululaban por el ajardinado césped del enclave de Tiara Solís, parecían llevar
en el pico voces de oro, párrafos que hubiese hilvanado ladina y sutilmente la
incansable Zherezade, cuando fuese requerida por el sultán para comparecer ante
él forzándola a irritantes bagatelas o antojos sin cuento, y como atisbase que
su voz flaqueara por alguna inoportuna jaqueca, o los dulces parpadeos aminorasen
en su ritmo, con las mismas aumentaría el riesgo de la espada de Damocles que
se cernía sobre su cabeza, ya que le perdonaba la vida cada vez que con la música
de su lengua le relataba fantasiosos episodios sin fin, que caían en sus sentires
como un maná, engulléndolos con suma fruición, aunque toda la parafernalia acontecía
un tanto deslavazada, sin orden ni concierto, como si se transitase distraídamente
o ensimismado por la biblioteca de Alejandría, los animados zocos o los jardines
colgantes de Babilonia, o acaso cruzase las ásperas dunas o morros de algún
cerro que despuntase traicionero durante la travesía.
Este día estaba
dedicado al dios Venus, era su día sagrado por antonomasia, y no duelen prendas
en afirmar que era la jornada más fatigosa que atravesaba Zherezade, inmersa como
andaba en la pugna por seducir al Príncipe, bien por sus encantos, bien por los
relatos, esperando que no descarrilase el tren de las historias que desgranaba,
al igual que las avecillas que por los jardines saltaban con su pareja y bailaban
al son del aire compartiendo el sustento que sostenían en el pico, y así mantenía
viva con su pico la llama de la esperanza de vida, que si en los países
desarrollados frisaba los noventa, en sus dominios se mascaba la tragedia ipso
facto si se tronchaba la planta en flor de la aventura contada, no alcanzando
15 primaveras, aunque se exhibiese toda radiante y esplendorosa en la hoguera,
entre papiros rotos, bruñidas ascuas, pabilos y negros carbones, porque en
resumidas cuentas era lo que le aguardaba a la vuelta de la esquina al menor desliz,
si no agudizaba el ingenio con nuevos cuentos de embelecos, cuevas, dunas, raptos,
hechizos y suspenses que de su boca brotasen, regateando al sultán y regando su
psique, el hipotálamo y las secas roturas de los campos, que yacían yermos, inmersos
en el hastío.
Zherezade advirtió
que era viernes, y le vino a la mente la exuberante aura que poseía, evocando
el cinturón que le regalaron conteniendo todos los encantos y seducciones: el
atractivo, la gracia, la sonrisa, los dulces coloquios, el suspiro y el
silencio expresivos. Júpiter la hizo esposa de Vulcano, pero sus aventuras
amorosas fueron incontables, con dioses o con mortales, ganando el premio de
belleza, frente a Juno y Minerva, en el famoso Juicio de París. Y le fueron
consagrados a Venus, diosa de la belleza y de los placeres, como atributos simbólicos
entre otros, el mirto y la rosa, la manzana y la granada.
Y Zherezade, en un
acto inesperado de S.O.S invocó a la diosa Venus con lágrimas en los ojos y
mucha rabia, pidiéndole que al menos en su día le diese las escurriduras, tan
sólo como sustento sostenible para ir tirando...
EL Burka
Lo bello está detrás.
En la cultura islámica, lo interior se impone a lo exterior. Esa dualidad es
una constante en todos las facetas de la vida. También en la arquitectura
humana, como acontece con la mujer: lo bello está detrás del velo. Es la
sorpresa que espera al que entra en la intimidad femenina.
Enfundados sus
cuerpos y cabezas en breves y enjutas costuras, viviendo en la sucinta estrechez
que ofrece el burka, no hay duda de que el mundo de la mujer tiene más que ganado
el paraíso, como aquel que dice.
-No, decía otro. Con
los ojillos entreabiertos, no, lo acatan bastantes y a mucha honra, porque a dedo
les adjudica su Dios ricas y prósperas parcelas de felicidad bendecida allá en los
cielos. ¿Se puede pedir más?
No obstante, con ese
atuendo pareciera que van las criaturas ciegas, como embalsamadas en urnas en
vida, desplazándose por calles y plazas, mezquitas y zocos con la cabeza bien
alta pero tapada, con el terco burca en el rostro, a buen seguro que si se
cruzase algún@ activista de los derechos femeninos menuda bronca que le armaría,
aunque, como dice el refrán, cada uno hace de su capa un sayo. El primer burka quizá
fuese invención de algún espabilado para salir del trance en el que se hallaba,
por ser un día de fuerte simún, con fuerte viento hasta en la sopa, soplando en el
desierto que pareciese que iba a arrancar cabezas.
Los prístinos albores
de la historia arábiga se enmarcarían en ese contexto, siendo divulgada hasta
la saciedad por el profeta Mahoma, expandiéndose con el tiempo por sus reinos a
través de itinerantes tribus, transitando por los más enrevesados vericuetos y ásperos
desiertos, intentando protegerse del azote eólico y de un sol inmisericorde, haciendo
de las suyas los vientos con la metralla arenosa incrustándose en los poros de
las personas, erosionando los sentimientos y los desarbolados campos, trepando
por dunas y oasis, entrando de incógnito el zorro viento por entre la pared de la
piel y las sienes de princesas, jequesas o damas de la corte de los Emires sembrando ríos de misterio, erupciones, acnés o grasos cirros en lo más sensible
de sus firmamentos.
Hay dudas más que
fundadas acerca de si el Corán contempla que en la meditación o quehaceres cotidianos
la mujer deba cubrirse no las vergüenzas sino el rostro con burka o prendas
similares, por lo tanto no sería tan dificultoso escudriñar las causas ensambladas
en el fluir de su estela.
Sin embargo, muchos
musulmanes concluyen mediante su ego místico que las tradiciones durante siglos
deben mantenerse, así como las recomendaciones del Profeta, como ocurre, por
ejemplo, con el vestimenta femenina junto con el comportamiento de modestia en público.
Alguno de ellos,
aplicando el Corán, elucubran que es preciso hurtar la cara por ser causa de
rijosas miradas o debacles personales, por ser la parte más expuesta a los
desaguisados torrenciales, a la tentadora carne, al ser el blanco de todas las
miradas.
Algunos eruditos
apelan a la traducción de ciertos versículos del Corán, cuando dicen, "Y
di a las mujeres fieles que bajen la mirada, y guarden las partes privadas, y
no exhiban su belleza, excepto lo que se desprende de ella misma, extendiendo
los tocados para cubrir los pechos, mostrando la belleza solo a marido, padres,
hijos y hermanos"...
No cabe duda de que
la mujer es portadora de ricas joyas, que deben cuidarse como oro en paño,
preservándolas en su primigenio estado, guardando el aura y los colores que
brotan de su criterio, pero con la advertencia de que si, como cualquier ser
humano, anhelase volar a otros mundos, recorrer otras isobaras, donde se le
equipare con el varón, habrá que tenerlo en cuenta a la hora de legislar, no
cortando las alas a la mujer que quiera ir por libre, respondiendo de sus
propios actos.
En el fondo de la
cuestión, parece que hierve en sus corazones la más certera ilusión de
identificarse con los misterios de la religión musulmana por un egoísmo
inexplicable de posesión, robando al personal los tesoros y encantos,
llevándolo a terrenos espinosos y sagrados, conservándolos, como la sagrada
forma u hostia en la custodia, para que nadie profane, vilipendie o
malinterprete sus texturas, contornos o curvas al caminar.
Si hurgamos en las piezas
literarias, puede que se explique en parte el núcleo duro de la cuestión
palpitante, cuando cortesanos y cortesanas y poetas del humanismo renacentista
observaban las pautas del creador de turno, según el orden de la agenda que
imperase en el escrito o recital, exhalando temor, respeto o fervoroso amor
ante el secreto rostro y nombre oculto de la amada.
Y si el amor cortés
requiere nobleza, la religión reclama resignación.
Hasta
la vista (22 de abril de 2016)
Paseando por última
vez el 22 de abril del 2016 por las orillas del mar arábigo muy a su pesar, cogía
el viajero minúsculos caracolillos y milenarias caracolas (en cuyo interior
descansa toda la historia) escupidos por las olas de la bahía dubaití, y clavadas
después en el rebalaje seguro que en protesta, mostrando el apego al Golfo
Pérsico, su casa de toda la vida, donde los progenitores los habían traído al mundo,
queriendo permanecer asidos al cordón umbilical, agarrándose como a un clavo
ardiendo para preservar los vínculos, donde refulgía con luz propia toda su gloria.
El viajero, en un
intento por despejar la situación o escarbar en las existenciales raíces de
aquel devenir, se agachaba con sigilo a recoger algunos milenarios ejemplares
marinos según sus preferencias, como un suvenir (que por cierto guarda con esmero
en su morada pese a las inclemencias ajenas), con ánimo de conocerlos un
poquito más, intentando hurgar en las entrañas de los ecos más sensibles y
sinceros de miles de zherezades que, tras las cortinas, celosías o burkas
desgranaron en otro tiempo múltiples fechorías, historias envenenadas e inventadas
o vividas que habrían removido o reflejado los firmes cimientos o veneros donde
bebían las tramas más intrigantes contadas a príncipes y sultanes con objeto de
salvar el pellejo, y así pellizcando en aquellos pasos y silenciosos murmullos
se desvelasen los secretos dormidos en las cuerdas de sus instrumentos vivenciales.
Emprender un viaje
como Ulises, o incluso el retorno conlleva aparejado incertidumbres o pesadillas,
duras despedidas o quedos pesares que frenan o desmoronan los castillos más
sólidos, al sentirse embargados por las emociones, los recuerdos o las
pulsiones que ahondan en los fosos del alma, generando un horizonte de rudo
bronce tañendo duelos, pensares, perspectivas o prospecciones humanas, aunque
no perforen pozos de alegría u oro negro o ilusionismo en sus áreas de descanso,
desviándose del leivmotive que lo sustenta y mueve a uno.
La burbuja que vibra
en la psique, y realiza la danza del vientre entre los rayos solares
desplegando sus alas, reviven en el espíritu del viajero, como ya acaeciese con
célebres personajes como Cervantes, Shakespeare o García Márquez, unos mundos inconmensurables,
palabras del cosmos que cimentan el quejido, los ladridos humanos o los primaverales
gorjeos abrazándose entre sí, tanto entre personas como animales y plantas,
levantando indelebles banderas en donde menos se espera en pro de la creatividad
artística, mundos a la carta y medios a su alcance, pergeñando milagros como
los de Dubái.
Aunque no sea la
dicha completa, y chille a grito pelado el viajero al palpar las guerras de religión
o hambre que se dan por aquellos rincones, penurias fraguadas en las entrañas
de esos parajes, alternando lo túrbido con lo fulgurante, lo tenebroso con lo lisonjero,
lo penoso con la indiferencia arrancando lo más sencillo de lo humano,
sustentado todo ello por la fe en las endiosadas doctrinas ubicadas a la vera de
su Paraíso Eterno.
Han creado los
magnates arábigos a imagen y semejanza de sus dioses opíparos Oasis, que se
labran en incongruentes viveros, y se queda uno frío entre el tórrido clima, ya
que aturrulla a las criaturas viciándose el vivir, o quebrando la fraternidad,
cual frágiles cristales, haciéndose añicos las conductas.
No obstante quedan
los retoños, los hitos, las emociones compartidas, los ronquidos de las dulces horas y los entrañables
carantoñas del sofisticado entorno ofrecidos al visitante, al viajero que llega.
El tiempo no se
detiene (tempus fugit).
Toca hacer maletas.
Gracias por haber permitido conocer al nuevo brote del árbol de la vida, Lucía,
y un poco a ti, soberbia tierra de emires.
Arrivederci,
Dubái.
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