No por mucho madrugar amanece más temprano, puntualizaban los más viejos del lugar cuando alguien, buscando un plus ventajista, madrugaba más de la cuenta, no pudiendo distinguir a dos palmos de distancia lo que tenía entre manos, como la recolección de aceituna, almendra o siega entre otras labores, no sólo agrícolas, sino incluso divinas.
Y si no que se lo pregunten a Federico (Feverico para los del pueblo),
el sacristán de los Guájares por aquel entonces, que enseñaba su mal carácter
reprendiendo a algún niño llorón o anciano rezagado en su afán por velar por
los intereses eclesiásticos, y, para curarse en salud, compró un reloj suizo de
los mejores que había, pagándolo a plazos al semanero de Vélez de Benaudalla cuando
llamaba a su puerta.
Y lo mercó por un prurito profesional
y ahorrar tiempo en el entierro cantando el Pater noster ("Pati noster") al difunto, con idea de
que no hubiese demora en las exequias, adelantando el doblar de campanas al
expirar la criatura, y congraciarse en cierto modo con la Parca para que no lo
invitase al banquete del panteón, y además, según sospechaba, evitar males
mayores, como la maldición de los campos desencadenando un rosario de plagas o maleficios,
exterminando los frutos del campo.
La puntualidad y concisión de los relojes suizos era algo sagrado en el
común de las gentes, y lo confirmaban los eslóganes publicitarios situados a
orillas de los caminos y carreteras, llegando incluso a la misma NASA, utilizándolos
en los vuelos interplanetarios.
Pero he aquí que algo raro aconteció en el vecindario, de tal forma que
el andamiaje de la cronometría se desinfló de pronto, no sabiéndose los verdaderos
motivos, tal vez fuese por el apremio de los mortales, que se lanzan a veces como
camicaces en pos de algo, llevados por ciegos instintos y no de enamoramiento, cumpliendo
los dictados del refranero, los muertos
al hoyo y los vivos al bollo, mordiéndose los labios impacientes por los irrefrenables
impulsos que sentían por trincar los bienes del extinto, no controlando las intrigas
y sucios tejemanejes a la hora de la adjudicación, aduciendo los más irrisorios
alegatos.
Cuando Paulino quiso echar mano de los pies para salir del infierno en
el que yacía inmerso, se percató de que no tenía pies, algo increíble, acaso
por una aviesa ciática, quedando clavado en el sitio, en la encerrona que le tendía
el destino o algún maléfico familiar, vete a saber, según los rumores que
corrían por el pueblo tras las desavenencias por el reparto.
Sin
embargo, la venganza o envidia más furibunda afloró cuando decidió ensanchar los
campos no de labranza sino del idioma (¿qué le importaba a nadie las
pretensiones sociales o intelectuales de Paulino?) cuando pretendió llevar a
cabo sus proyectos, entre otros razones por la ilegibilidad de guarismos y
grafías que ofrecían las escrituras de algunas fincas, no sabiéndose con rigor las
pertenencias personales por desconocer la lengua en que aparecían redactadas, si
árabe, arameo o chino, y aprovechando las confusas coyunturas, decidió
estudiarlos, sumergiéndose en las aguas de la muralla china, los pozos arábigos
o lo que se terciase.
¿Qué daño haría a nadie por ello y menos a la familia, sacándole punta a
las circunstancias, obviando a los obtusos cerebros contrarios al
perfeccionamiento de la comunicación de las personas?
¡Nunca se sabrá hasta dónde pueden llegar los envenenados dardos de la
estulticia humana!
Y venía todo como emponzoñado tras las diversas vivencias a lo largo de
los años, advirtiendo Paulino en su altura
de miras que no sólo había hartazgo y cansancio en los Guájares por el
desencanto, sino en la vieja Europa, quizás por el peso del tiempo que llevaba en
la palestra en primera línea administrando las colonias, y dándole vueltas y más
vueltas a la bolita de cristal se descolgó por los parámetros de la lengua, no amedrentándole
los escollos guturales u otras dificultades propias de cada idioma, aunque era bastante
extraño para un entorno tan pequeño como el guajareño de la época, acostumbrados
como estaban los vecinos a la sopa de ajo calentita, las migas con arenques y
aceitunas verdes o al guiso de hinojos, y por la cercanía entre ellos, tomando
vino del terreno o de Albondón con trocillos de bacalao o habas verdes en la puerta
del Pósito, en la taberna del Tito, casi a la puerta de su casa, yendo por
terrenos trillados, como Pedro por su casa, dándose la mano y los buenos días a
diario.
Cuando se levantaba Paulino por las mañanas, y emprendía la marcha con
la yunta para rematar la faena pendiente, nadie atisbaba los sutiles engranajes
que dormitaban en sus neuronas, los innatos bríos de intercambio cultural con
otros pueblos y razas, y cuanto más retirados mejor, como si quisiera abrazarlos
a todos juntando el cielo con la tierra, y, saltándose las leyes cósmicas, crear
satélites y planetas a la carta, como en las películas de ciencia ficción, y donde
los niños se columpien alegres y contentos, no sufriendo menoscabo alguno, sin
lloros por llevarse un bocado a la boca, o la pérdida de seres queridos, siendo
en tales situaciones cuando Paulino echaba más en falta los idiomas para ayudar
a la gente, utilizando sus armas por los confines del globo, tanto en placenteras
fiestas, como en sangrientos escenarios del corazón humano, y en situaciones
límite, poner en práctica el dicho popular, pies para qué os quiero, saliendo en estampida antes de que se anegase su refugio por la tormenta, asfixiando
a todo bicho viviente.
En los años de niñez, cuando se reunían los zagales en la plaza del
pueblo para jugar, le ponían apodos e imponían las normas los mayores, y en
determinados momentos había que recurrir con urgencia al proverbio, pies para qué os quiero, corriendo como
balas por el campo, sobre todo los menores, para no ser apedreados con la mayor
desfachatez; en otras ocasiones, hasta los humillaban en medio del tumulto para
elegir las parejas en el juego.
El juego en ciertas ocasiones consistía en ir corriendo por la vega, saltando
bancales y balates pegando laviazos (a pedrada limpia) sin ningún miramiento, siendo
los pequeños los más perjudicados, cumpliéndose el dicho, el pez gordo se come al chico.
Y jugaban al trompo, escondite, charpas, guardias y ladrones, canicas,
piola, aro, buscar nidos, zancos, cromos, lanzamiento de piedras a ver quién
llegaba más lejos o guerrillas entre fondoneros y faraguleros, entre otros
divertimentos.
Ocurría a veces que los retoños no eran tratados como Dios manda por los
progenitores, recibiendo duros castigos a plena luz del día o en oscuros corrales
de animales, todo alborotados por lo que vivían, recibiendo tal vez una paga extra
por ser unos malos sirvientes, que traicionasen a su amo.
En aquellos instantes tan tristes, los chiquillos, presa de pánico, a
buen seguro que pensarían mil veces mil en expresiones tan salvadoras como, pies para qué os quiero, y pegar un
salto tan alto como la torre de la iglesia borrándose del mapa.
Pero los niños, tan desvalidos y menesterosos, no tenían adonde ir, como
no fuese a la guarida de un lobo o pernoctar en alguna cueva, como la del
Negro, o deambular por algún cerro guajareño, acotado por los cazadores en
tiempos de caza, llevando el arma preparada para disparar al blanco.
Si los retoños hubiesen sido conscientes de toda aquella macabra
parafernalia, y reunido las capacidades requeridas, a buen seguro que hubiesen
disparado al blanco y al negro y a lo que se pusiese por delante ante tanto vilipendio.
E incluso en los rediles pastoriles de las montañas, se oía a veces el berrear
de ovejas, cabras o chotos contagiados por los temblores del ambiente, nerviosos,
queriendo salir volando en tales momentos, si no fuese por el temor a alguna
fiera hambrienta que anduviese suelta por aquellos parajes, Cuatrei, Jurite u otras
barranqueras no pensándolo dos veces, porque las criaturitas ante la lluvia de azotes
no pueden por menos que salir huyendo del fuego amigo para salvar el pellejo, la
vida, que no es poco.
Y si la vida es corta, aunque la esperanza larga, ¿por qué no instalarse
en la cordura de la
justicia, respetando las leyes, las
reses y a los humanos (y más si cabe a
los peques), que no se merecen menos?
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