Iba el hombre, un tanto desenfadado, paseando con la pareja por el Balcón de Europa, alejado del ajetreo diario, respirando aires de libertad, o al menos eso aparentaba.
Sin embargo se le notaba un rictus de tristeza, síntomas de insatisfacción,
tal vez porque la pareja le hubiese recriminado algún ligero desliz en el último encuentro con unos
amigos.
Lo culpaba, enfadada, de haberse extralimitado en atenciones con la pareja
del amigo, lo que le perturbó sobremanera.
Él no entendía nada de lo que le trasmitía, y pensaba que estaba
inventando.
Al cruzar la sombra nocturna de un árbol por la luz de una farola, se
rascó la cabeza algo preocupado, hurgando en lo que ella le había señalado, y
no alcanzando a ver los entresijos del disgusto, imaginó que posiblemente le
estaba pidiendo unas gotas de ternura.
La hija, protegiéndose con la bufanda del fresco reinante según
caminaba con su padre y una amiga por el Balcón de Europa, apuntaba que debía
cambiar la ventana de la casa antes de que apretara más el frío y llegasen las importunas
lluvias de invierno. El padre le indicaba, algo distante, que pusiese rejas,
que con eso bastaba.
Se palpaba con claridad meridiana que la hija pisaba segura, confiada,
sabiendo lo que necesitaba. Quizás porque a lo que últimamente más temía era a
la frialdad y a los malos vientos que pudiesen entrar en su vida, escarmentada
por la anterior pareja que tuvo durante un tiempo.
La amiga, que les acompañaba, se mostraba prudente, cariacontecida, y sobrellevaba lo mejor que podía
las discrepancias entre ellos, constatando que no estaban en consonancia en las claves de las partituras humanas.
Al padre, viudo y curtido en mil batallas, se le había endurecido en
parte el alma, y los tornados más virulentos no le hacían mella, en cambio
ella, más sensible y delicada, se colocaba el flequillo en su lugar preferido,
y tragando saliva presurosa, le hablaba al padre en silencio, mirándolo de
reojo con cierto desdén, no comulgando con su filosofía.
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