Aquel día amaneció a la deriva, muy nublado,
con unos negros nubarrones que rugían en lontananza, y al poco saludaban por
la ventana un tanto desafiantes, parecían disfrazados y amorfos gigantes exhibiendo
la fuerza y las más urdidoras intenciones.
¿Qué se estaría fraguando aquella mañana tan
gris? Tal vez el encuentro con el cejijunto e indigesto vecino, que al cruzarse
conmigo cambia de repente el aura, el color anímico, clavando los cuchillos de
los ojos en mí con tan mala sombra que se me despinta la voz y disparan el
colesterol y las pulsiones hacia la añoranza de los crujidos de las granadas
con rojos granos, perdiendo en una exhalación el sentido de la orientación.
Era de tal magnitud el grado de confusión,
que no se precisaba la más ligera presencia de semejantes nubarrones para que
la vorágine de su horripilante halo me sumergiera en la desfachatez más execrable,
enredándome contracorriente entre los hilos de su endiablado sentimiento.
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