En la desierta canción de unos cubiertos de
plata, el artista afinaba su gélido instrumento, que permanecía en un prolongado
letargo quizá algo sospechoso, emitiendo señales de incredulidad y rareza,
porque al tiempo que pulsaba con el plectro las cuerdas en el alboroto de la
calle donde se hallaba, no se explicaba el enigma en el que se desenvolvía, al
negarse las cuerdas a dar señales de vida; era algo insólito lo que estaba
viviendo.
De
todos modos, una vez en el aposento, se dispuso a preparar el amenizado festín, colocando los cubiertos
de plata en los espacios requeridos a tal fin, sin reparar en los negativos
tintineos de las cuerdas del instrumento.
Se interrogaba si en aquella mansión habrían
pernoctado los más terribles enemigos de los dioses del olimpo, de las musas
del parnaso o de las artes en general, de forma que las habitaciones estuviesen
encantadas, inundadas de hechizos malignos, bien por haber dado honesto hospedaje
y reposo a los huesos de grandes y eximios caballeros andantes famosos en el
mundo entero, o tal vez por el influjo de negros espíritus impregnados de lúgubres
sensaciones.
Cuando ya se habían acomodado todos los
comensales en la anhelada velada, los
cubiertos de plata, cada uno a su aire, comenzaron a expandir románticas
melodías, que brotaban de sus misteriosas hechuras como por arte de magia,
acaso por haberse incrustado en su textura los solemnes acordes y ritmos sutiles
que anteriormente había ido desgranando el artista, y
que no pudo mostrar a su debido tiempo al auditorio, en los prístinos instantes
tan desiertos, pero que posteriormente en un glorioso resurgir de las cenizas,
la música sembrada en los poros de los utensilios de plata sacaron pecho, y explosionó
con todo fulgor y armonía por un resquicio del sólido y compacto silencio de
los comensales, cubriendo las cabezas y el ambiente de una dulce película,
embriagándolos en un sueño de felicidad, recreándose extasiados en aquella seductora
y sublime polifonía.
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