Al subir la persiana todo cambió como de la noche al día, desparramándose la luz alegre y cantarina, como agua fresca de esperanza por toda la casa, horadando los más inverosímiles orificios de los corazones y las despintadas paredes, desenmascarando los puntos más huraños y las vergüenzas que anidaban en los entresijos más recónditos de la oscuridad, despertando la aletargada situación de los allí reunidos, que remoloneaban porfiando, cual testarudo jumento al subir una cuesta, resistiéndose a desperezarse, incluso sacando pecho de las propias veleidades, con variados toques humorísticos, las bromitas de siempre o bravuconadas, no se sabe si alimentadas por ardientes impulsos o por inconfesables comportamientos harto comprometidos, hasta tal punto que se les debiese meter mano a los más exaltados, yendo a su terreno, plantándoles cara, y ajusticiar in ipso facto a los responsables del desaguisado de tales fechorías, o por el contrario emparejarlos debidamente y amarrarlos, cual manojito de claveles, y enviarlos a un ser querido en el cumple, o como homenaje a alguien que se desinhiba, dejándose llevar por una loca pasión, besando a los presentes con ternura, y de esa guisa evitar algo desdeñable, el darle un desairado destino al ramillete arrojándolo al río revuelto, esperando que varíe la dirección del viento.
El repentino cambio del tiempo permitió serenar los ánimos en el pantanoso terreno en el que se cocían los garbanzos, los planes pendientes, articulándose de inmediato un enfoque más acorde sobre las invisibles líneas de la corbata, que se columpiaba voluptuosa y con cierto aire altanero en el andamio del esbelto cuello del caballero, que escuchaba un tanto ausente, husmeando entre bastidores, sin coger el toro por los cuernos, discurriendo interiormente por ignotos derroteros, rumiando otras remembranzas, no se sabe con qué aviesos o picantes sabores, toda vez que se mostraba renuente, en la otra orilla de la corriente, como si descendieran sus aguas y sus corazonadas por un hondo valle lejos del silbo que sonaba, o tal vez perdido en un mar de espumosas ideas, mientras que la mente del resto de los asistentes echaba leña al fuego de la tarea, a la hoguera que se encendía en esos instantes, achuchándose las pulsiones y los latidos codo con codo, como la abejas en el enjambre, fabricando miel de mil propuestas, con los dimes y diretes, empeñados en hallar soluciones, en poner los puntos sobre los asuntos urgentes, atando los cabos sueltos para que las líneas maestras lleguen a buen puerto, tanto en sucesivos encuentros entre sorbos literales, como en aventuras narrativas, o bien en fértiles succiones líricas en un futuro no lejano.
Gracias a la pausa de la lluvia –rivalizando con la noética, que hasta entonces arreciaban conjuntamente con furia-, se recobró el sosiego, la consciencia del feliz encuentro, tomándose los presentes el acostumbrado refrigerio y su tiempo, que falta les hacía, metidos en enojosos berenjenales, lo que se dice popularmente, en un callejón sin salida, sin apenas sacarle punta a nada provechoso, pese al vendaval de ricos canastos de frutos expuestos por el personal en los tenderetes.
En esos momentos se despojaron de las máscaras, se desnudaron y la corbata de líneas invisibles del caballero lucía con luz propia, y arrimándose al fuego en corro, se miraron a la cara sin rodeos, reconociéndose, y encontrándose a sí mismos, como si todos sin excepción llevasen una singular corbata y hubiesen estado juntos toda la vida, corroborando la certidumbre de palparse aquí y ahora la suficiencia comprensiva e intelectiva, como auténticos seres que respiran a pleno pulmón y con dos dedos de frente, masticando sutiles y frescas reflexiones, sintiendo en las venas un vivo cosquilleo, como cualquier hijo de vecino, conviniendo unánimemente en tomarse un respiro, yéndose a la puerta del establecimiento, a gusto del consumidor, verbigracia, encender un cigarrillo, fumar la pipa de la paz, entablar un diálogo, o interpelar a los transeúntes más curiosos y dicharacheros que cruzaran por allí.
Unos portaban presos en la mochila acuciantes interrogantes, otros interpretaban partituras en sufridos pentagramas de opinión, verbigracia, la pena de estar ciego en la merienda de negros que nos devora a cada paso, la familia que carece de lo básico para abastecer a sus vástagos, el súbito descarrilamiento del tren de la vida, o que alguien lamente la pérdida de un amor, de su hoby preferido, o no tiene quien le escriba, o ansíe unas ágiles piernas para brincar por encima de los contratiempos.
Y como nunca llueve a gusto de todos, puede que se azoren algunos en exceso por la suerte en el juego amoroso o del azar, teniendo buenas líneas en el bingo o buena mano para las conquistas; aunque a lo mejor se eche de menos al brujo, un duende, que con todos los aliños, elixires y ungüentos, no se arriesgue a cristalizar en una cuartilla las sonadas caceroladas o cuchilladas de las que han sido objeto los mortales en el truculento y breve viaje.
De modo que la lluvia cesó, permitiendo el amasijo de los pormenores que se incubaban en la tahona de turno, impregnando el día de diferentes matices y expectativas, mordiendo con los colmillos los singulares colores del arco iris en un alarde de sobreponerse a la impostura de la tristeza, generando en el entorno una consoladora y vibrante premura.
El pueblo recobró el pulso, se vistió de limpio, plagiando a las flores del campo, y se echó a la calle confiado y feliz, percibiéndose la fiebre cotidiana de los habitantes, en el estruendoso tráfico por las empinadas travesías, el parloteo de la gente al revolver de las esquinas, los impertinentes y efusivos saludos de conocidos y allegados a destiempo, que deambulan por las plazas con su carga de huesos difíciles de roer, y las tozudas cuitas ardiendo en la sangre.
Algunas voces delatan la funesta adversidad de los tiempos que corren, aunque adviertan de paso de lo efímero de la brisa y del itinerario, de la evanescencia de las cosas y los eventos humanos, haciendo hincapié en las advenedizas coyunturas que nos acechan mediante calculadas maniobras, hocicándonos en los charcos de la sequía extrema o la copiosa lluvia más disonante, que rara vez es la deseada, no llegando aquella que de veras siembra de ubérrimos horizontes el alma y los campos; sin embargo nos obcecamos en el polen de la infelicidad que surca los aires, y nos revolcamos en la cara oculta de la luna, en la siniestra lluvia, en la que al instante caemos de bruces y nos empapamos por impotencia, por extremas inundaciones a palo seco, por mor de tantos sobresaltos, no ya meteorológicos, que los hay, sino de los más crueles, económicos, políticos y sociales.
En el mundo hierven indefensas criaturitas, que se ofrendan al mejor postor, a un supuesto dios cocido de un barro adulterado, elaborado en las más inmundas cloacas del poder, queriendo elevarlo a los altares emulando con su soberbia a los patriarcas bíblicos. Apenas si se atisba la lluvia de un cielo claro, una lluvia de bendiciones que fertilice las mentes y las campiñas, de modo que amaine la tromba de penuria que abastece los grifos de las casas y de los bolsillos y los estómagos de tantos terrícolas, empezando por la más cercana, la piel de toro, pues no cabe duda de que hasta los pétreos toros de guisando estarán echando chispas por su ausencia, y no digamos los que pastan en las dehesas, que estarán sufriendo lo que no está en los escritos pero sí en sus propias carnes, con tanto recorte por tierra, mar y aire, tanta hipocresía, y tanta manga ancha para los sastres de la gobernanza, que lucen sus trajes de vanagloria y esmoquin en opíparas orgías y francachelas, en lúbricas convenciones, chupópteros medrando cada uno a su antojo, bebiendo la sangre del pueblo en las ubres del erario público.
Mientras tanto la población desfila cabizbaja por solitarios bulevares y contenedores de basura o cruz roja o cáritas, y no se sabe por qué vías subterráneas descarrilan a diario cientos de vagones con los pasajeros bordo, o cómo van a atreverse a alzar las pupilas al firmamento, al no fiarse de ellos mismos, por si en vez de redentoras y cristalinas gotas de agua sana que sacien la sed, le arrojan más piedras de riesgo, más triquiñuelas a golpes de tijera o férreos cierres que les hacinen de por vida, cual otro prometeo, en las cochambres más irrisorias de la historia humana.
Y en el pertinente taladrar de sensaciones y perspectivas, no se alcanza a escudriñar las dobleces del mugriento monumento erigido a las invisibles líneas de la corbata de los arúspices y mandamases del mundo mundial.
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