La Nada daba calabacinazos en su cabeza hueca, como una hueca calabaza
de agua, donde se conservaba el agua fresca, y bebían todos a caliche laborando
en el campo, cuando segaban el trigo o sacaban la parva en las eras durante los
duros días de la canícula.
Los sudores les chorreaban por todos lados, sintiéndose extenuados por
los rigores de las altas temperaturas y la pesada flama, sin apenas fuerzas
para finiquitar las labores agrícolas del día.
En ocasiones nadaba en la abundancia de la Nada, en la inane existencia,
como le ocurre a cualquier hijo de vecino, y se cuestionaba el nombre y apellidos,
la dirección, el genoma, y andaba perdido por enmarañados cerros, cayendo en la
más sórdida vaguedad, y daba tumbos sin cuento por los pozos de la duda, de la
incertidumbre o de la más descarnados trancos de la confusión, ya que, motivado
por el intríngulis de su misterio, quería descubrir el escueto núcleo de la
Nada, abrirlo como se abre una nuez, un huevo o una castaña, sin quedarse en el
follaje de la superficie, en lo anecdótico o accidental, pero, según iba
tocando fondo, la propia sustancia de la nada le rebotaba, parecía que retrocedía,
que chocaba contra un grueso muro, nadando en un mar lleno de ingrávidos vacíos,
repleto de seres acéfalos, sin miembros reconocibles, como en un extraño astro
planetario, y no había forma de desenmascarar o romper el cascarón del esqueleto
estructurado, la arquitectura paleontológica o ideológica del concepto.
La Nada campaba por sus respetos,
y a la vez hacía aguas por los cuatro costados en mitad de la oscuridad, pese a
que lo intentaba en todas las direcciones y posturas, boca arriba, boca abajo,
de canto, de lado, empinada, al norte o al sur, sin embargo siempre surgía un
contratiempo, un cigarrón huraño, una impronta, y se introducía por los
orificios más inverosímiles la temible Nada, arrollando como una tremenda ola,
o como una pícara y juguetona rata, que penetrase por algún escurridizo boquete,
no sabiéndose nunca el paradero y menos aún cómo meterle mano.
Algunos días pensaba invitarla a un opíparo festín en su refugio, o a
una buena merendona por si era más de su agrado, guarnecida con productos
exóticos de allende los mares caribeños, o elixires de los Andes o de los picos
del Tibet, pero siempre una rara alergia lo delataba, aletargándolo y lo llevaba al disparadero, a mal traer, echando
por tierra los sigilosos proyectos, entrándole una tiritera de muerte, una
brusca melancolía o frustración triste, como todas las frustraciones, al no
poder hurgar en la textura íntima, en la niña de los ojos o en las sonrosadas
mejillas de su hermoso rostro, y se quedaba a la luna de Valencia, a la postre de
piedra, al comprobar que todo era puro espejismo, que lo sacaba de sus
casillas, y lo volvía loco, mas un día una lucecita se le encendió de pronto anunciándole
que la Nada, con mayúscula, así a secas, lo era todo para él, y que Todo era la
Nada, es decir, el Amor que tuvo en su juventud, cuando recibía el fuego de la
amada en las tardes frías de invierno estudiando las húmedas y negras rocas, los
minerales, antracita, hulla, lignito o turba, que por cierto se turbaba sobremanera
al pensar en las curvas que encubría, al ensamblar los cables de la premisa del
silogismo con los de la conclusión, y no había manera por la fragilidad humana,
debido a que, en la intimidad, a su Amor la llamaba cariñosamente Nada, un
hipocorístico tierno, que derivaba de su auténtico nombre de pila, Natalia.
Oh, qué traidor y ambiguo el intelecto, y qué flaca la memoria –reflexionaba
para sus adentros-, al no valorar las mejores cosechas de la existencia, o dudar
de la propia esencia de las cosas y de los sentimientos, de la psique que gobierna
todo, y lo había configurado en toda su monumentalidad vital, aunque no le
había tenido mucho aprecio al numen, aquello que llevaba tatuado en el alma, nada
más y nada menos que Nada, su primer balbuceo de Amor, la mismísima Natalia de
carne y hueso. Nada lo era Todo en su vida.
1 comentario:
Entré y leí.No es cuesta salvo las gongorinas poesias.Joaquín
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