Al salir de la cárcel, ese día se hizo mendiga, recorriendo
contenedores, marquesinas y los barrios más acogedores, ubicándose siempre en
los lugares más propicios, la escalinata de iglesias, casinos o supermercados,
y así mitigar las penurias con la mejor holgura, aliviando en la medida de lo
posible el portazo que le había dado la vida y su íntimo amigo, el malogrado
doctor de sus amores, al volverle la espalda.
Casilda había vivido anteriormente a todo confort en una lujosa mansión
en el centro de la urbe, donde residía la flor y nata, los más nobles linajes.
Ella se lo había ganado a pulso con su trabajo, no habiendo luchado en
vano, vadeando a veces los ríos más turbios que había a su paso, chicos y más
grandes, poniendo toda la carne en el asador desde los primeros balbuceos por
las esferas de la sociedad, encarando con valentía las adversidades, migrañas o
inclemencias, y poco a poco se fue afianzando en su estrado, exhalando una
sabrosa lozanía y mordiendo los panes de oro que se le ponían por delante según
las avanzadillas, las preferencias o las debilidades.
Casilda, que no emanaba de las cumbres de la fortuna ni de rancios
abolengos, fue materializando golpe a golpe los sueños conforme a las
expectativas que avizoraba en el horizonte, no dando un paso atrás ni nunca
darse por vencida o satisfecha, siendo el motor de todas sus metas el parpadeo
de los anhelos por lograr el obsesivo medro, que con gran tiento y sagacidad alimentaba,
procurando no perpetuarse en las mismas poses y estudiados cameos,
reinventándose a cada instante en las libidinosas escenas amorosas.
Había uno, a decir verdad, con el que se abría en canal, no dejando poso
en el tintero, secreto alguno por insignificante que fuese, no pudiéndolo
evitar, y es que no existe el crimen perfecto.
Se las ingeniaba como nadie para recabar con todo lujo de detalles
aquello que más buscaba, como era que le informasen de los estadillos y cuentas
corrientes que figuraban a nombre del testaferro o del titular allende los
mares o acá, y las casas donde pernoctaban, llegando a transitar por ellas como
pedro por su casa.
No le satisfacía enteramente el cobro en metálico por las ternuras que
suministraba, reivindicando otros impulsos, unas prebendas nuevas y más sustanciosas
o sutiles, y subía el listón por momentos aspirando a utilizar a los más poderosos
de la tierra, los que mangonean el mundo, los cabecillas de la camorra, los ebrios
embajadores del peculio o los apuntalados primeros ministros del mundo mundial.
Se jactaba Casilda de pasar prolongadas vacaciones con ellos en sus
santuarios, en inteligentes chalés o construcciones decimonónicas con profusión
de balaustradas, imponentes lámparas en suntuosos salones y unas espaciosas
escalinatas escoltadas por estatuas griegas, ilustres pinturas y amorcillos, y
al frente fragantes jardines con rosales, siemprevivas, pensamientos, orquídeas
y una rica variedad de especímenes y árboles ornamentales remedando jardines de
leyenda, de Babilonia, de Versalles o de Aranjuez, con un esmerado microclima
en el recinto, donde pasaba Casilda las horas muertas o vivas, viviendo como
una reina, con su corte de eunucos y danzarinas del vientre en noches
inolvidables.
Por otra parte, en determinadas calendas deambulaba por estadíos poco
agraciados, arrastrando las onerosas cargas propias del sexo y del mundo
afectivo en el que se desenvolvía, sobrellevando con agridulce paciencia los
vaivenes marcados por las limitaciones más estrictas, y no podía ni por asomo
disfrutar de un día libre a su albedrío como cualquier hijo de vecino, debiendo
desembarazarse por sus propios medios de los latigazos y las cadenas, mostrando
siempre la mejor cara y actitudes.
En períodos invernales, cuando los fríos arrecian con todas sus armas,
Casilda se escurría por otras laderas, ingeniándose las artimañas para
conseguir los ingresos precisos para sufragar los costes de su vida muelle,
desplazándose a otro hemisferio si era preciso, especialmente a la ciudad de
sus sueños, la brasileña Río, y de esa guisa permanecía siempre activa,
disfrutando de un verano vitalicia y de una fresca remuneración al alcance de
muy pocos,
No obstante, si la pugna le sonreía en semejantes componendas y coyunturas,
entonces se apontocaba en el blanco invierno europeo, eligiendo las más
voluptuosas estaciones de esquí, lanzándose por los cuerpos de las excelencias
que tuviese a tiro y se dejasen acariciar por sus hábiles y diestras
herramientas.
Así transcurrían las manecillas de su cerebro cronológico, el tren de
vida, saltando de palacio en palacete, de cenáculos en sacristías secretas por
los parajes más pintorescos.
Con las tarjetas de crédito oro se le abrían todas las puertas, pudiendo
pedir lo que se le antojase, no teniendo en ningún momento un freno o
imponderables que le hiciesen sombra en los tramos del debe y el haber, lo que
le permitía la libertad de dormir totalmente relajada, haciendo de su capa un
sayo, o acaso urdir las más rocambolescas o genuinas excentricidades.
Sin embargo la dicha rara vez es completa, ni todo el monte orégano, y tenía que hacer a veces de tripas corazón, al objeto de agenciarse los
devaneos a su propia conveniencia, toda vez que algunos empecinados clientes,
con el afán de un más difícil todavía, quisiesen retenerla indefinidamente
atrapada en sus garras para complacer su ego, amantes sin empacho, embajadores
distinguidos, testaferros o élites de semejantes títeres y tramas, y al llegar
a ese punto chocaba con la realidad del dios Cronos, generándose espinosos
comportamientos y ruines resquemores por el amor herido.
Porque si bien tenía cita cierto día con el marqués de la Majestuosa y Laureada
Ensenada y se dormía en los laureles con su efigie dadivosa, debido quizás a la
emisión de bonos de provechosos efluvios, mostrándose ella cómplice con el
remolino de tiernas perlas y perjúmenes y cuidados extralimitándose en el
tiempo, entonces podía partirse la cuerda, y surgirían problemas; porque si en
esas entremedias le correspondía atender
a otra alma desvalida ubicada a mil leguas, la situación se tornaba áspera,
incómoda, pues podía ocurrir que no llegase a su debido tiempo, y el supuesto
magnate entrando en cólera decidiera quitarse de en medio, yéndose de
cacería, eludiendo el compromiso, o acaso se ausentase de la alcoba sin previo
aviso por una extraña urgencia abandonándola, como aquél que dice, en plena
luna de miel, entonces la venganza por parte de ella sería harto justiciera,
llegando a negar el pan y la sal en futuros encuentros, sus más sazonados
encantos, o bien le exigiría al marqués de turno una cláusula especificando
pingües beneficios y copiosas contrapartidas a fin de desestabilizar sus
atributos e hidalguía, y más aún si alguno de ellos adoleciera de priapismo, y provocase espantosos calambres o fuertes depresiones, debiendo echar mano de
los más prestigiosos galenos, arúspices o chamanes del reino.
Con el paso del tiempo Casilda se fue deshojando, ajándose el ardiente
lunar del cuello y el seductor aire de su figura, acaeciendo otro tanto en las
fachendas y dulces atardeceres con los excelentísimos señores y prestigiosos potentados,
cayendo paulatinamente en desgracia, en un estado deprimente, y se decía para
sus adentros un tanto desconsolada, quiero pero no puedo, me acicalo de la
manera más sugerente y atractiva, pero las beldades, el embrujo y la lubricidad
no brillan en mis mejillas.
El tiempo le pasa factura y reparte boletos de la suerte o la
desolación, sintiéndose últimamente Casilda a las puertas del infierno, dado que
se ve a ratos al borde del naufragio, pues al mirarse al espejo casi no se
reconoce, a pesar de los lingotazos de polvos, perfumes parisinos y cremas de
oriente que inundan su piel. Los milagros de la cosmética no le son favorables
ni responden a sus expectativas.
En esas entremedias, en una escapada loca viene a caer por pura
carambola en las redes de su amigo el doctor, al encontrarlo en un simposio internacional
de estomatología, de suma trascendencia para su futuro deontológico y
profesional, y como la ocasión la pintan calva, no quiere Casilda perderse la
oportunidad que se le brinda, haciéndole el doctor un hueco en el grupo, y, aunque
nerviosa en el choque tan repentino de emociones por el fortuito encuentro, se muestra radiante y feliz, con el ardiente deseo de pasar unos días con él.
Al salir de la habitación atisba en el cajón de la mesita de noche una
cartera repleta de billetes de quinientos euros, los jugosos billetes con apelativo en la jerga popular de bin laden. Pero al poco descubre en la boutique
de pieles de la esquina que son falsos. ¡Cuánta amargura y desengaño en tan
breve espacio!
Al cabo de los días le fueron dando de lado los amigos y amantes, en
unas fechas que no fueron las más felices o afortunadas, y se le mudó la color
al emprender la carrera del robo y el chantaje, suplantando a otras personas
con tarjetas de crédito robadas.
Así transcurría la historia de
Casilda, y en las contadas ocasiones en que la citaban para prestar sus
servicios, estudiaba meticulosamente los puntos calientes, donde podían guardar
los tesoros más preciados y la caja fuerte, llegando a sustraer, en un solo
verano, 3 cadenas de plata, cinco anillos de oro macizo, dos pendientes, un
ojo, tres corazones, un colgante con una piedra preciosa, cuatro rólex de oro,
varias gargantillas y diademas únicas.
En otro lapso de tiempo de dura precariedad, ejerció ella de mulero,
transportando en su organismo 20 bellotas de heroína, planeando con las ganancias
macharse al extranjero, y pasar unas reparadoras vacaciones lo más lejos
posible del quehacer rutinario y morboso de regalías y amancebamientos, en un
intento desesperado por borrar del mapa todas aquellas humillaciones de las que
era objeto.
Atrás quedaban los años de bonanza, de esplendor en la hierba, en
estancias tan admiradas por su altura de miras, queriendo en cualquier momento
poner una pica en Flandes o ser una reina mora, pero no le salieron bien las
cosas.
En el proceso evolutivo de la vida, Casilda no se vio libre de los
zarpazos de las rencillas o desmanes, pasando temporadas enfrascada en una
guerra sucia por controlar sus guiños de ninfómana, cayendo sin apenas darse
cuenta en la bulimia y la anorexia por mor de mantenerse en su plenitud de
belleza, aspirando a ser una modelo de renombre internacional, lo que le
acarreaba no pocos quebraderos de cabeza y la moral por los suelos, perdiendo
la autoestima y el contacto con el mundo sensible.
Por todo ello, y el chivatazo de una vecina, le condujo a la comisaría
en una redada policial, yendo a dar con los huesos en la trena.
En un principio le pusieron tres años de condena, aunque recurrió, pero
mientras tanto debía permanecer entre rejas. Allí continuó al serle denegado el
recurso, y la decrepitud y las goteras se cebaron con ella.
Le costaba horrores adaptarse a la denigrante y dura vida de la prisión,
teniendo varios intentos de suicidio, pero quiso enderezar en parte los
torcidos renglones dados últimamente, y a fin de subvertir la triste rabia que
la invadía por la pérdida de la vida muelle de su fastuosa época anterior,
decidió pasar las tardes leyendo en la biblioteca de la cárcel a los más
eximios creadores que, al igual que ella, vivieron privados de libertad, y
obsequiaron al mundo con sus obras inmortales, y de ese modo desactivar los
pervertidos pensares que circulaban por las neuronas.
En una de las salidas que llevó a cabo estando en prisión, un permiso de
fin de semana por buen comportamiento, se acercó al médico dentista, antiguo
amigo suyo, al objeto, entre otras cosas, de que le arreglase la boca, las
piezas dentarias más destartaladas y recordar viejos tiempos.
A Casilda se le hacía la boca agua al pensar en las artes amatorias de
su antiguo amigo, además de dentista, aunque tenía muy presente la faena de los
billetes falsos, mas cuando ella entró, él, impasible, inició la labor con una
inusitada indiferencia, tratándola como a una desconocida, ajeno a los sentimientos
que rumiaba, diciéndose ella para sus adentros, qué alegría más grande le voy a
dar, y de camino me arreglaré los implantes en mal estado, y a renglón seguido
nos pondremos en manos de Cupido, y en un sigiloso descuido me daré una vuelta
por sus lujosas posesiones que tan bien conozco y me vengaré de los billetes
falsos, apoderándome de los objetos de valor, mientras lo dejo en los brazos de
Morfeo, después de una loca noche de placer.
Cuando terminó el doctor de arreglarle la boca, Casilda le pide la
cuenta, y él no se da por enterado, no queriendo reconocerla, aunque no le
cobre el importe, si bien él ya estaba al corriente de sus últimas andanzas.
En vista de la reacción del doctor, Casilda perdió la cabeza y empezó a
gritar como una loca, y sin más dilaciones se dirigió al cajón donde el médico
guardaba el revólver, rompiendo al pasar un hermoso jarrón reliquia de su
abuela, y al oír éste el ruido se percató de las intenciones, y pegando un
salto, se plantó al instante en el lugar de autos y tras un trágico y convulso
forcejeo entre ambos con el arma cargada, de pronto, sin saber cómo, se disparó
en el preciso momento en que ella le arrojaba una silla a la cabeza con tan
mala fortuna que cayó rodando por las escaleras, quedando inconsciente en el
frío mármol, inmóvil, mientras la bala impactaba en el techo. A continuación
vino la policía y el forense, certificando ipso facto la defunción del doctor.
Cuando regresó a la prisión después del permiso del fin de semana, ya
cumplía los tres años de penalización, logrando la ansiada libertad.
Entonces al pisar la calle, no teniendo donde caerse muerta, ni nadie
que le prestase ayuda, al no disponer de las amistades de antaño ni de
familiares cercanos o descendientes, asunto que nunca le preocupó, pues era de
la opinión de que lo importante en la vida no es estar cuando un hijo nace,
sino cuando se hace, y fiel a sus principios, llevó dicha filosofía hasta las últimas consecuencias,
no reparando lo más mínimo en ello.
Por eso tomó la firme decisión de hacerse mendiga.
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