Esperando una carta que no llegaba se extinguía Lúculo, cual mariposa en aceite a la Virgen del Perpetuo Socorro, avistando en sueños prometedoras y sonrientes primicias.
Peleaba a muerte con el
cartero, pasando a menudo por su cabeza lo peor, y utilizaba toda clase de
martingalas para sonsacarle los secretos profesionales, inquiriendo cómo
catalogaban la correspondencia para el reparto diario, así como las prioridades
que regían sus menesteres, interrogándose si habría algún desvergonzado en la
plantilla que se saltara las reglas, sesgando voluntades o segando la vida de
los envíos impunemente, o lo hiciese por superstición en trances como, martes y
trece, un gato negro, un cura con negra sotana o pasar por debajo de una
escalera, o influido por síndrome de pánico, vaya usted a saber, de manera que
fuera arrastrado el funcionario al lugar del crimen por los embates de las
pulsiones.
En diversas ocasiones, se
movía Lúculo en un abanico de suposiciones o disparatados galimatías,
sospechando de la existencia de algún salteador de caminos, que se hubiese
compinchado con el cartero, yendo a medias en las ganancias empleándose a
fondo, sobre todo en los fondos de las sacas de Correos cuando iban repletas de
peculio, sisando a troche y moche cartas creyendo que contuvieran abundante
pasta en el interior, importándole muy poco el destino de la correspondencia.
No cabe duda de que Lúculo
ansiaba con premura la fruta que hace unos años degustó por itálicos
derroteros, pero el hecho de haberlo dejado a medio hilvanar por cambios en la
agenda, le condujo al desamparo y a una situación deprimente, empujado con
frenesí hacia las expectantes fragancias, sintiéndose turulato en horas
crepusculares, cual nave a la deriva por los señuelos de la corriente,
perdiendo a lo tonto el tiempo y los estribos, deslizándose por truculentos
desesperos, sorteando desdenes, zancadillas o renuentes malentendidos, abriendo
a malas penas la boca para emitir los ayes, no pudiendo levantar el vuelo.
Y tras reiteradas incursiones
por las más hirientes cascadas y enrocados pasadizos, de repente plantó cara
a los sinsabores de la vida, echando por tierra las más variopintas excusas y
por la calle de en medio, solicitando a las librerías más prestigiosas que le
enviasen contra reembolso ejemplares o facsímiles de renombradas cartas, con
idea de que le sirviesen de bálsamo o acicate para aplacar los nocivos
borbotones y la urticaria que le abrumaba, y si con todo no lograse saciar
la sed epistolar, pudiese, al menos, restañar los desconchones de su columna
vertebral, pero no las tenía todas consigo, al no querer, por otro parte,
acabar los días como un vulgar quijote, abducido por los fulgores literarios, y
más temprano que tarde exclamó con vehemencia, ¡basta!, retirándose de la pelea,
no sin antes despotricar con acritud contra las horas perdidas en semejantes
urdimbres, convencido de que lo que le quitaba el sueño era la tardanza de la
carta, sintiéndose impotente y entristecido por la gangrena que crecía en su
jardín, tornándose más romo y estrafalario en los pensares, obsesionado por
acariciar los frescos caracteres de los cabellos de oro.
En el devenir de las
primaveras, unos aviesos vientos se habían colado en su balcón, pasando las de
Caín, en un tenso batallar entre tigres y tribulaciones, transitando por turbios
vericuetos sintiéndose como niño desvalido, sin un beso ni cuentos ni
peladillas, y asimismo sin la damisela, que rimase con sus versos, paseando de
la mano por las cálidas aguas del gozo, del parque o de Venecia, aliviando las
exaltadas ampollas incrustadas en el alma.
Las hojas del almanaque que
colgaban de la pared del salón, exhalaban un tedioso olor a queso agujereado,
recubiertas las cochuras de amarillentos y soporíferos otoños, no
vislumbrándose la claridad de las cosas ni la luz al fin del túnel, al no
entrar ni gota de frescura ni de sentido común por las entendederas de Lúculo,
como no fuese el importuno zumbido de una mosca cojonera que revoloteaba en un
fúnebre apocalipsis por las carátulas del calendario.
Y mientras tanto, resoplaba
en su noria, enredado en estridentes incertidumbres, atronadores silencios o
quimeras sin fin, mesándose el tupé, pensando que con las cosas del querer no
se juega, apostando por su ruta de vuelo con la célebre frase, Lúculo cena hoy
con Lúculo, en un acto de asertividad plena, aunque meciéndose en carcomidos
columpios, y reflexionaba sobre la frialdad humana, el nepotismo, la impostura
o la indiferencia, y se sublevaba sobremanera por supeditarse casi todo al azar,
al gordo de navidad o en su caso al hipotético desembarco de las huestes
epistolares en su Normandía soñada, en el regazo, imaginando como por hipnosis
la llegada de la misiva toda de blanco, cual novia camino del altar, como
ocurría entonces, contemplándola con sugestivos acordes al son de bulliciosas
chirigotas y comparsas en un sensual desfile veneciano presidido por la
artífice mensajera, poniendo coto a tanto tormento o ríos de tinta, fulminando
a los intrusos roedores de letras que socavaban los cimientos de la más sincera
empresa del corazón.
A veces, la utopía lo llevaba
a campos de ensueño, a panales de rica miel, enarbolando ínclitas banderas, que
engastaban envidiables fastos, sensaciones únicas, recreándose en envidiables
bocados de cielo, bebiendo la copa del feliz hallazgo, la tan esperada manzana,
festejándolo a bombo y platillo por todo el contorno, vestido con genuina
indumentaria y finas florituras llegadas de oriente y de allende los mares,
brindando jubiloso, esbozando sonrisas y excepcionales proyectos, verbigracia,
un crucero por las islas Maldivas, la vuelta al mundo en globo o hacerse la
cirugía estética, tantas veces pospuesta por algún imponderable, y todo ello
con vistas a no perder el tren de la vida y menos aún el cordón umbilical de la
traspapelada carta, rindiéndole la mayor pleitesía, aunque ignorase las curvas
de su espíritu o los trazos de la caligrafía, la letra menuda de los vuelos de
la falda o los recónditos suspiros, así como las más versátiles conjeturas al
respecto, si la misiva, por un casual, había sido escrita desde la playa de los
días, de los sueños o del Mar Muerto, al no dar señales de vida en tantas
alboradas, o secuestrada por un pirómano o pirata o cabeza loca por mero
entretenimiento; o tal vez llevase equivocada la dirección, enviándose al cielo
de la sonrisas más humorísticas o de la pena, según el color con que se mire,
pasando de largo del refugio de Lúculo, como una venganza del cartero por el
rostro tan serio, cual blasfemo carretero, que exhibiera Lúculo el día de
autos, cuando se dirigía con la valija por la empedrada calle adonde habitaba
el olvido.
Y tras descabelladas
avanzadillas, noches sin entrañas y duros retortijones, yendo de aquí para allá
y de capa caída, avizoraba Lúculo los veleidosos pálpitos de su fluir, cruzando
callejas y calentamientos de cabeza, pasándolo mal durante los ronquidos del
tiempo en la espera, no columbrándose en el horizonte un bote salvavidas o el
vuelo de una gaviota, una estrella fugaz o alguna buena nueva, como no fuesen
los negros presagios que discurrían por su mirada, ponderando que tal vez algún
ladrón de atardeceres hubiese hecho una barrabasada robando las reconfortantes
expectativas que paladeaba, comprometido como estaba con la niña de sus ojos,
sustrayéndole la correspondencia de su buzón con no poco sigilo y el mayor de
los descaros.
Por lo demás, y pese a los
esfuerzos que desplegaba en las horas más felices, se diría que no evocaba como
era su empeño la efigie de la embrujada remitente, ya que con el paso del
tiempo se había desdibujado un tanto en su memoria, mostrándose imprecisa, en
tinieblas, aunque rumiara con el mayor entusiasmo todo cuanto contribuyese a su
busca, convencido de que aquello no era una entelequia o gazapo en las páginas
de su vida, o una carta de amor y desamor a un certamen literario, sino que
respiraba aires de lozanía, de total verismo, recordando más tarde que la tal
Isabel había nacido en Verona, aunque criada en Venecia (¡cuántos carnavalescos
secretos dormirían en sus cuerdas gondoleras!) con unos tíos maternos, al
quedar huérfana, y le cupo en suerte, por veleidades del destino, compartir
aula en el máster que llevó a cabo como becario por la Universidad de Bolonia,
habiendo sido todo como el sueño de una noche de verano.
Las referencias que se
iban desvelando no podían ser más halagüeñas, una vez atravesado el desierto,
un tiempo tan cargante e inicuo desde los prístinos veneros, percatándose por
fin Lúculo de que dicha joven de ojos de gata y dulces labios tenía voz y voto
en su currículo, conforme a lo reseñado ut supra.
Y lo corroboraba sobre todo, al rememorar
las travesuras y cabriolas luminosas, el aura y el preciso deambular por los
meandros y bulevares de antaño, aquilatándose la veracidad de su silueta y
sonrisa, las pecas salteadas por el rostro y el lunar que lucía en la mejilla
derecha con luz propia en noches de luna roja, no siendo un sueño travieso de
un demente dominado por los encantamientos, o por los tejemanejes de un
falsificador de iconos o monedas o rastros o rostros humanos, que se hiciese a
la mar de doble vida, dejándose pasar por allegado suyo, afectado por alguna
enfermedad extraña, como la talidomida, y anduviese pidiendo auxilio o
indemnización por las secuelas, acaecida por la ingesta de la madre de las tristemente
célebres tabletas durante el embarazo por prescripción facultativa.
Y como suele sobrevenir de
cuando en vez en las crecidas de los ríos u otras coyunturas, un día floreció
la sorpresa, al recibir una carta que decía lo siguiente: “Estoy segura de que
recibirás muchas cartas, y por ello he dudado a la hora de añadir una más a tu
buzón. Pero desde que salí de prisión, donde he pasado los últimos años, cada
vez me parece más importante que sepas lo mucho que han significado tus
escritos para mí durante ese tiempo entre rejas. En la cárcel recibía pocas
visitas. Las escasas horas de ocio de que disponía a la semana las pasaba en la
biblioteca. Por desgracia, en la sala no había calefacción, pero la lectura me
hacía entrar en calor. Ningún libro me ayudó tanto para afrontar el futuro y
forjar una nueva vida al salir de aquí como, Rotos y descosidos. Tu
obra me despertó las ganas de vivir. Sólo quería hacértelo saber y dar las
gracias más sinceras por ello. Espero que coincidamos algún día en algún lugar
y brindemos por la vida. Te deseo lo mejor en futuras aventuras publicitarias.
Con afecto. Zuli.
Aquel suceso lo tumbó, no
dando crédito a lo que leía. Pensaba que acaso fuese una coartada para
implicarle en alguna sucia trapisonda, conminándole a extremar el control de
entradas y salidas llevando una vida más ordenada y austera.
De todos modos, Lúculo no
era muy dado a trasnochar ni a frecuentar tumbas de famosos con ramilletes de
flores o irse de jarana o ir a cualquier parte sin ton ni son, se podría
constatar que fue marinero en tierra, no habiéndose mojado apenas el culo con
las olas, como no fuese cuando en cierta ocasión, atravesando la sala de
operaciones donde intervenían a vida o muerte a un amigo herido tras un
accidente, fue víctima de una descomposición repentina, y no pudiendo anclar la
nave gastrointestinal a tiempo por el apretón, se vio obligado a apearse del
caballo de batalla, y apoyar las posaderas en el frío inodoro cuando de repente
se reventó la cisterna del baño pillándole de lleno la súbita borrasca, quedando
el pobre totalmente empapado ¡Vaya si no!
Llevaba algún tiempo Lúculo
impelido por el grueso oleaje de alevosas fruslerías, con una comezón que lo
engullía por momentos, no dejándolo ni a sol ni a sombra, estremeciéndose
sobremanera cada vez que masticaba algún delicatessen. Y no daba pábulo a la fanfarria que
escuchaba en las redes sociales a cerca de cariacontecidos montajes sobre los
avatares y esotéricos devaneos de la núbil de sus sueños. Mas de la noche a la
mañana, arrastrado por la obsesión, soñó que había recibido la carta a través
de una paloma mensajera, siendo objeto de una lluvia de parabienes y ternuras,
pese a ser todo el affaire ficticio, y no se explicaba, sorprendido, el revuelo
que se había armado en esos instantes en derredor, toda vez que no venía a
cuento, ya que ni él se presentaba a la reelección de ningún cargo político en
la comunidad ni iba de incógnito por ser artista famoso, ni se declaraba a
nadie por carta, y ni siquiera figuraba en la lista de regalos de papá Noel, lo
cual daba mucho que pensar, enturbiándose las horas a la hora de enhebrar con
sensatez un veredicto o dar pasos seguros, precisando cerciorarse de que no
estuviese todo amañado o contaminado por una mano negra, porque ella le podía
enviar una epístola con remitente falso, por si hubiese caído en desgracia en
el ámbito familiar, laboral por algún desfalco o contrabando de
estupefacientes, o que hubiese caído la misma carta en manos de los
torturadores de Boko Haram o en las redes de la mafia más infame, enredándose
en tan nauseabundo tráfico, manejando ríos de plata, no sabiéndose el quid de
la cuestión ni quién es quién en tales circunstancias.
Así que según pasaban y
murmuraban los meses y las estaciones, cada vez se hacía más gigantesca la bola
de las especulaciones, arreciando las mareas o el desmadre en un mar
encrespado, que se subía a las barbas, ignorando el cúmulo de datos y reseñas
acerca de los ojos de gata, circulando los más contrariados advenimientos por
los circuitos del Sur, pese a no hurgar en su escote ni secreto escondite, al
ir disfrazada tal vez de encantada sirenita por los puertos o puestos de mando
de los narcos más eximios estando en cinta, y sin percatarse de ello por las
citas a ciegas que le agenciaban en alta mar, no sabiendo a qué carta quedarse,
pues puede que sin saberlo estuviese excavando su propia fosa.
Lo que no casaba en demasía
con la realidad eran las testificaciones del amigo sobre la joven, acerca de
que andaba oculta o perdida durante largas temporadas, señalando que había ido
unas veces por sorpresa a Miami no se sabe a qué, y otras, que se
encontraba de gira artística, promocionando el último trabajo, emulando a los
divos de la canción o a un perfume recién salido del horno, Ives Rocher, Lirios
de los valles o Agua de cerezos, publicitándolo a los cuatro vientos por los
emporios del ramo, volando con avezados pilotos (un aguerrido sexitano entre ellos) por
los cielos de Dubái, Catar, Arabia Saudí…o por la vieja Europa, Florencia,
Londres, París como embajadora cultural.
De todas maneras cabe
preguntarse al respecto, ¿seguirán en pie tan taciturnas ensoñaciones, o se
hará la luz, restituyéndose la cordura y la verosimilitud por las alegres aguas
de las góndolas vivenciales o venecianas?
Más tarde, volviendo en sí,
contemplando lo que le sedujo, quiso Lúculo revivir las vibraciones y
chisporroteo de los protagonistas de Verona, remedando tales roles y arrojo
recorriendo los hitos y pósitos más notorios que dibujaron en los ardientes
encuentros.
Sin embargo las emociones le
arrebataban las energías que le sustentaban en el viaje, y mustio, malhumorado
y frustrado por las sangrantes adversidades y condicionamientos cayó en el
nihilismo, en el caos. Lo que le llevó a replantearse el sentido del vivir,
dándose una nueva oportunidad, y llegó a la conclusión de hacerse ermitaño,
viviendo en el desierto, alimentándose de raíces y cortezas, y fue encontrándose poco
apoco a sí mismo, asentado en la duna, en su propio espíritu,
buceando en las vivificantes aguas de la felicidad.
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