Al emprender un viaje por tierras lejanas, por los
lugares posibles del planeta, África, Asia, Oceanía…, el viajero se había
topado con todo tipo de incongruencias, calamidades y situaciones
inimaginables, llegando casi siempre a la conclusión de que sobraban por
doquier bombas, negra metralla y tsunamis, pero siempre faltaban manos, alguien
que ayudase a sus semejantes en lo más perentorio, que tuviese en cuenta las
múltiples penalidades por las que atraviesan millones y millones de criaturas,
salvándolos del lodo, de los apestados contenedores hechos montañas, de la
famélica impotencia.
Al cabo de un tiempo, y después de recorrer
innumerables territorios, ríos, ásperos desiertos, descubrió, sin apenas
proponérselo, algo que le turbó, que le llegó al alma, unas raras tribus
apostadas en un inhóspito lugar, que disponían de racimos de manos por todos
los costados, era como un prodigio el comprobar a través de las prístinas
pesquisas y escuetas averiguaciones que allí se debía respirar la mayor de las
fragancias, toda una especie de delicia paradisíaca, donde se rumiaba el
incalculable valor del pan amasado entre tantas desprendidas manos, que sabría
a cielo o a tocino de cielo, no había penurias, y la felicidad brotaba
cantarina y vigorosa entre tantas tiernas manos revoloteando por el entorno,
repartiendo bocadillos, globos de infinitos colores, fantasías sin cuento, era
el cuento de nunca acabar, achicando agua en las cabañas, preparando en el
fuego carne recién cazada en el bosque, abrazándose unos a otros de continuo
por la alegría de la lluvia, del sol, de la brisa, de la niebla, de la puesta
de sol, de la nocturnidad, dándose los más estimulantes parabienes, cálidas
palmaditas en la espalda y en la frente, formando todos una piña, entregados en
cuerpo y alma y manos a los demás.
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