Los copitos de nieve
se columpiaban sobre los campos a las 8 de la mañana, cuando Edmundo todo
entusiasta y entregado a la causa se lanzaba como un rayo a acometer el
recorrido acostumbrado, pateando los tres y medio o cuatro kilómetros a fin de mantener
a raya colesteroles, ictus o lo que se cruzase en el camino, caminando con la
cabeza bien alta, escuchando ensimismado las noticias matutinas en el móvil y satisfecho
en parte por el deber cumplido, un deber acariciado, nada reglamentario sino
esbozado conforme a los pálpitos vitales, como acicate para no perder el tren
de la vida.
No se sabía con
certeza si lo transitado merecía la pena, si recibiría parabienes o iba a
alguna parte, porque hay sensibilidades y gustos como colores, y a veces caemos
nosotros mismos en el cepo, pudiendo alguien mofarse de tales andares, andanzas
o sudadas caminatas por caminos perdidos alegando que a fin de cuentas lo mismo
da permanecer sentado todo el día que mover las caderas de vez en cuando.
Y si resulta que va uno
arrastrando las piernas todavía peor, o que al andar se le caiga el alma a los
pies, en tal caso, ¿de qué sirve tanta parafernalia o sufrido martirio?
Hay quien apuesta
por llevar una vida cómoda, placentera y disfrutar como un enano, rivalizando
con el núcleo duro de Epicuro, dejándose de tantas monsergas que no conducen a
ningún sitio, toda vez que ya está escrito en la mirada divina el día y la hora
del viaje definitivo.
No obstante, Edmundo
decidió hacer el camino como otras veces, y conforme caminaba sintió de sopetón
por la espalda no una palmadita amiga sino todo un trueno en los oídos, voces
de almas en llamas, algo parecido al eco de ultratumba pero a lo bestia del Dios
Padre al dirigirse a Moisés en el monte Sinaí al entregarle las tablas de la
ley, ocurriendo todo mientras hacía el camino a la sombra de los pinos,
retirado de la vorágine del tráfico que discurría por la carretera nacional, escuchando
la radio con los cinco sentidos, como si fuese la clandestina emisora Pirenaica
de aquella época tan oscura, abstraído como iba en los intríngulis obsesivos,
cuando de súbito recibió el azote vocinglero metiéndole el miedo en el cuerpo.
No alcanzó a
calibrar qué estaría pasando en esos instantes por su entorno, si intento de secuestro,
explosión de artefacto o aterrizaje de ovni en su espacio vital preguntando
por la estación de servicio más próxima para repostar, quedándose Edmundo cegado
ipso facto por el resplandor.
Y al poco, todo
estremecido y sin aliento, volviendo la cabeza a la izquierda, válgame Dios,
farfulló, al percatarse de que se trataba de un coche (no bomba pero...) cuyo reluciente
rótulo decía, "Conservación del medio ambiente y protección de la
naturaleza", sacando el funcionario de turno medio cuerpo por la
ventanilla con los ojos exaltados y fuera de sí gesticulando como un energúmeno,
Somos los vigilantes (emulando la sesuda serie
televisiva de la playa) de la conservación de la naturaleza", y con
las mismas se esfumaron saliendo a toda pastilla sin intercambiar palabra ni hacer
la menor pesquisa sobre las pretensiones o menesteres coyunturales, y sin más pusieron tierra de por medio.
Edmundo, que discurría
por el arcén de la carretera, al otro lado del quita miedos por precaución
atravesando la estrecha trocha que había se quedó mudo, patidifuso, como abducido
por lo vivido.
El incidente fue de
cine, como un hechizo o la milagrosa aparición de Santa Bárbara ante el repentino
trueno, quedando todo a la postre en agua de borrajas.
Y surgían sin querer
los enigmas al respecto, ¿no sería que los susodichos vigilantes en un acto de inconsciencia
supina, y cayendo en una extraña hipercorrección se propusieran extirpar
lo humano so pretexto de salvar la flora
y la fauna, alegando el lema tan ético y ecológico de conservar la
naturaleza, utilizando para ello un arca como Noé pero trucado, yendo
disfrazados, llevándolo todo ya amasado, si bien empleando métodos o cauces de cuello
blanco?
No eran nada
halagüeñas las expectativas despertadas en Edmundo, sobre todo tras escuchar aquel
chorro de voz de tan insensatos mariachis que le perforaron los oídos, no llegando
a entender aquel comportamiento tan raro, ya que en lugar de cuidar y alentar la
vida de los seres vivos, su descerebrada
conducta azuzaría el efecto contrario, una cadena de desgracias y descalabros
de incalculables consecuencias planetarias, acelerando aún más si cabe la
destrucción del ánima cósmica.
Que Dios reparta
suerte y nos pille confesados, mascullaba entre dientes Edmundo, o que el
demonio rebelándose de nuevo encienda una vela a sus congéneres en nuestra defensa
al objeto de que levanten la cabeza nevada o cana los vigilantes (cual salidos del
iglú), y no sigan dando palos de ciego, como si se tratase de un desierto y les
cegaran las nubes de arena.
La nevada cubría los
cerros, algunos pensares y los caminos confundiéndose las imágenes, el
horizonte, no sabiéndose si pisaba tierra firme con blancos rebaños de merinas por
la nieve o un mar de minas, mientras alguien quería cortar los níveos brotes
vitales.
1 comentario:
Como siempre un placer leer tus escritos Pepe. Feliz Navidad
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