miércoles, 27 de diciembre de 2017

El cobertizo





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   El frío apretaba sin miramiento, impidiendo conciliar el sueño a Casimiro. Vivir por más tiempo en aquella especie de penal era de héroes. La frágil choza, que su padre había construido de forma provisional antes de irse a luchar contra los invasores, no ofrecía garantías.
   Unos blancos armados hasta los dientes habían llegado del viejo continente europeo a su territorio negro. Habían desembarcado mientras dormían, dominando a los pocos días el país. Y al despertarse Casimiro con sus hermanos más pequeños después de una noche de perros, no entendía nada de lo que sucedía, sintiéndose solo y desconsolado.
   El padre se fue con una vieja escopeta que encontró abandonada en el bosque y el cuchillo que siempre le acompañaba para buscarse la vida, el pan de cada día, debiendo enfrentarse con la fiera que se cruzase por los senderos, y salió presuroso aquel día para defender a los retoños de los intrusos dejándolos solos en el desangelado nido, al igual que las aves cuando salen a por sustento para sus crías.
   La vida allí era bastante dura. Y las hojas de los árboles caían en tropel en tales fechas, casi a las puertas del invierno, que aquel año se adelantaba al calendario nevando como nunca, y las hojas más rebeldes que resistieron con los fuertes vientos fueron fulminadas ipso facto a la par que el ramaje que las sostenía, desencadenándose a renglón seguido una horrorosa ciclogénesis explosiva que tumbó casi todo, quedando la carretera de tierra de la aldea intransitable, no pudiendo circular carruajes ni bestias u otros medios para desplazarse a los diferentes puntos por necesidad, de modo que cuando apretaban demasiado las clavijas no sabían qué hacer o adónde ir a pedir ayuda o algo que echarse a la boca, y menos aún cosechar alguna alegría para superar los miedos.
   La noche negra que vivió en el cobertizo Casimiro, el despierto zagalillo de la familia, vino a despertar en él unos inesperados y tiernos vislumbres, en consonancia con lo que le habían narrado los ancestros cuando se sentaban al calor de la chimenea, y reparó en esos momentos en las vibraciones que le sacudían, como si algún prodigio estuviese ocurriendo por tales fechas a miles de kilómetros, y lo advirtió por los angélicos y milagrosos destellos de una estrella, revelándole que una criaturita muy especial había bajado de los cielos, no sabiendo lo que significaban tales palabras, ni los cielos ni la estirpe del niño, aunque sospechaba que sería en un país lejano y situado en las alturas, adonde sólo se podría llegar en cohetes interplanetarios, como los que utilizaban los astronautas por el espacio, y nunca podría ir en camello o burro, dándole mucha pena, sintiéndose harto consternado, dado que se conformaría con encontrárselo en alguna loma cuando fuese a buscar tesoros perdidos entre las montañas de basura traída de los barrios ricos de la urbe.
   La nieve caía sin cesar, formando imprevistos diques y montículos por entre los vericuetos, acrecentándose la incertidumbre de Casimiro por la tardanza del progenitor, y llegaba a pensar que podía haber muerto en el cuerpo a cuerpo, escapándosele una lágrima.
   Y los copos de nieve seguían sobrevolando sobre los campos y copas de los árboles configurando un blanco manto, y generando una corriente de aire inmaculado, como si fuera a celebrarse un desfile de ángeles, engalanándose el ambiente, brillando la naturaleza como los chorros del oro.
   De cuando en vez se cuestionaba Casimiro los espacios por los que se movería su padre, y por qué tardaría tanto, cayendo las noches una tras otra junto a los amaneceres, pero no aparecía por ningún sitio, pensando en lo peor.
   Entonces Casimiro, que era el mayor, se vistió abrigándose lo mejor que pudo, y salió en su busca atravesando montañas y valles, pero no vislumbraba pisadas o muestras fehacientes del paradero.
   El padre no volvió, quedando huérfano y sumido en una profunda depresión, mas, según bajaba cabizbajo por las laderas de un cerro, oyó en una vaguada ciertos mugidos, topándose al poco con un establo, y al escuchar unos susurros se asomó por el ventanuco viendo a un niño recién nacido con sus padres y a un buey y una mula.
   Entró de inmediato en la estancia, y abrazó a San José y a la Virgen María, entablando una emocionada conversación, preguntándoles de paso si sabían algo de su padre.
   Y con las mismas le ofrecieron un reconfortante refrigerio para reponer fuerzas, siendo agasajado por tan insignes personajes, la Sagrada Familia al completo. Quién le iba a decir a Casimiro que después de la frustrada búsqueda, acaso como premio por su amor filial, iba a encontrarse nada menos que con el Niño Dios.
   Salió a la puerta del establo para que no se despertase, y junto con los pastores que acababan de llegar entonaban villancicos, "A Belén pastores, a Belén chiquillos, que ha nacido el rey de los angelitos"...
   Los pastores fueron sacando del zurrón los regalos, queso, requesones, calostros y yogures caseros, mientras que Casimiro se arrugaba contrariado por no haber llevado algo, aunque fuese un sonajero, pese a no haber sido avisado.
   Y saltaban todos contentos y felices sobre los níveos campos cantando, Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buen corazón.  





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