AUTORES
Luisa
Serrano
Haydée
Acosta
Pepe
Guerrero
Paco López
Vicky
Fernández
Las
manos ya perciben el frío del invierno que se avecina. Un ligero airecillo perturba
a los paseantes, que tienden a buscar los locales caldeados.
El
rumor de las olas invita a acercarse a la barandilla a pesar del frío, y en la
playa de Calahonda, dormida, las olas rompientes dejan puntillas blancas sobre
la arena de la orilla.
Hoy
las terrazas están serenas, han perdido la agitación estival; las luces que bordean
la costa contribuyen a esta sensación de serenidad. Sólo, a lo lejos, una luz
verde demasiado estridente rompe el conjunto.
La
luna no nos acompaña en este paseo, pero sí un gato gris que merodea entre las
plantas y nos observa desganado y paciente.
El Rey
Alfonso XII, vestido de forma ligera, da la sensación de estar pasando frío;
allí, abandonado, sin la habitual escolta de turistas, permanece impertérrito
en su estatua de bronce.
Y en
un banco orientado al oeste, ajena al frío y a cuanto la rodea, una mujer parece
meditar mirando al vacío.
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Ya anocheció sobre el Balcón de Europa. Junto a los
arcos, sentado sobre el bordillo que da a la playa de Calahonda, se encuentra
un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, o quizá lo parece por su aspecto
algo gastado, su vestimenta rústica y su mirada dirigida hacia delante, sin
punto fijo, solo mirando, pero como sin ver. Lleva encajado un gorro (el viento
que sopla a esa hora del atardecer es algo gélido). A su lado una gran mochila
y un par de bártulos más, propio del que viaja sin alojamiento fijo y tal vez
sin rumbo fijo. Al cabo de unos minutos, se ha girado hacia la playa, como valorando
el espacio que allí existe. Tal vez esta noche, las ruinas del Papagayo sean su
parador provisional.
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Sentado en un
banco de madera, frente al oscuro mar, el anciano mira atentamente la nada.
Esta noche los pensamientos no pasan por su mente. Se cubre la cabeza con un
sombrero bicolor, negro y beige, el ala delantera flexible doblada sobre su
frente. Su cara la puebla una descuidada y espesa barba canosa. Viste uso
pantalones grises y sobre la camisa blanca un gabán marrón algo grasiento. Solo
le acompaña la soledad, a pesar de estar rodeado de paseantes nocturnos. Ha
venido de lejos a hablar con el mar, con las estrellas ausentes que las cubren
unos nubarrones negros. El hombre no espera a nadie ni a nada. Las horas para
él no existen y a pesar del frío húmedo se encuentra relajado. Está de espalda
a las personas que tras él pasean. No necesita compañía en ese momento. No se
oculta, pero no quiere ser visto.
La noche va
avanzando lentamente y él no tiene prisas por marchar a casa, al hogar que ha
quedado vacío tras la muerte de la única mujer que ha amado en su vida. Sabe
que le esperan las frías sábanas y mantas que no logra calentar su enjuto
cuerpo ni sus pies que solo entraban en calor junto a los de ella. Tiene aún la
imagen de su mujer, aquella joven de ojos de color azabache. La primera vez que
la vio paseando por el Paseo cogida del brazo de su amiga se enamoró de ella y
de la sonrisa que le iluminaba la cara.
Este Balcón de
Europa no le agrada, por eso da la espalda a todos los paseantes que pululan y
que le son totalmente extraños.
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Cuando eran las 20,18,
y empezaba a hacer un frío que pelaba, aquel personaje debía de tener la
percepción de que una multitud paseaba por el Balcón de Europa. ¿Tendría
consciencia de su soledad? Ya lo creo que sí. Desgraciadamente para él, estaba
frío, inmóvil. No tenía pulso ni respiración. Probablemente ni tendría vida.
Por otro lado, su fisonomía parecía recordar a todo el mundo a un personaje
conocido, incluso famoso. Sabían que en los libros de historia aparecía un tipo
tal. Escudriñando en los recovecos de sus neuronas iban configurando la imagen
y zas! Aquel personaje resultaba ser una estatua en bronce del Rey de España
conocido como Alfonso XII. Tuvieron mala suerte, buscando un personaje
solitario y se encuentran con un rey.
A partir de aquí, surgen los prejuicios. ¿Acaso era
lógico elegir a una estatua como personaje solitario?. Después vinieron los
considerandos. Al fin y al cabo, las estatuas también pueden tener vida, vida
animada. ¿Quién sabe si a partir de las 3 o las 4 de la madrugada la estatura
no se baja a la playa a darse un bañito?, incluso, teniendo en cuenta su
inclinación, según las malas lenguas, a visitar camas ajenas, la de alguna que
otra nerjeña.
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Iba el hombre, un tanto
desenfadado, paseando con la pareja por el Balcón de Europa, alejado del
ajetreo diario, respirando aires de libertad, o al menos eso aparentaba.
Sin
embargo, se le notaba un rictus de tristeza, síntomas de insatisfacción, tal
vez porque la pareja le hubiese recriminado algún ligero desliz en el
último encuentro con unos amigos.
Lo
culpaba, enfadada, de haberse extralimitado en atenciones con la pareja del
amigo, lo que le perturbó sobremanera.
Él
no entendía nada de lo que le trasmitía, y pensaba que estaba inventando.
Al
cruzar la sombra nocturna de un árbol por la luz de una farola, se rascó la cabeza
algo preocupado, hurgando en lo que ella le había señalado, y no alcanzando a
ver los entresijos del disgusto, imaginó que posiblemente le estaba pidiendo
unas gotas de ternura.
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Charlando dicharacheramente, avanzan por el centro del
Paseo los cuatro hombres, viejos amigos del pueblo, a gusto de disfrutar del
gran entorno que se abre a su alrededor en este primer frío anochecer de
noviembre, escaso de turistas. Son mayores, se conocen desde hace años, uno de
ellos camina a compás de su bastón de invidente, ya que una enfermedad en mitad
de su madurez, lo privó de este primordial sentido en un lugar tan digno de ser
visto como su maravilloso Balcón de Europa.
Pero sus recuerdos le mantienen fresco el bello
paisaje y no sufre por ello. Sus compañeros de siempre siguen manteniendo con
él las acostumbradas charlas, su café mañanero, su aperitivo nocturno y las mil
y una comidillas sobre política, turistas, esposas, nietos, o lo que se precie
de ser comentado familiarmente y sin maldad acerca de la vida del pueblo. Él,
precisamente, ya no juega al ajedrez con la misma precisión de antes, ni asiste
a exposiciones de pintura, pero aprendió a utilizar bastante bien el sistema
Braille y no ha perdido la costumbre de leer un poco antes de dormir,
Con sus amigos dan largos paseos y se reúnen a charlar
y reír. Aquí, cada tarde, como si se tratara de una gran pileta olímpica,
hacen tres o cuatro largos desde la boca del paseo hasta la reola, antes de
recogerse en sus hogares.
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Al tiempo que aquellos
individuos observaban a otros individuos y grupos de individuos, pensaban que
ellos también podían ser observados, incluso por el grupo de individuos e
individuas de la Aventura de Escribir, tras el reportaje para el Pulitzer.
Realmente, estos resultaban cuanto menos, unos descerebrados de safari por la
sabana. Claro que estaban suponiendo que solo cada uno de ellos se encontraba
en condiciones de justificar sus movimientos erráticos, tomando notas como si
fueran encuestadores que buscaran opiniones sobre si ya estaban en otoño.
Pronto se darían cuenta
que daba igual. Pues, ¡Menudos eran estos de la Aventura de Escribir! Cuando se
empeñan en algo no hay quién los pare.
Pero aquellos tipos no
iban a estar toda la noche en el Balcón de Europa, y uno de ellos vio como por
fin, se agrupaban y, ordenadamente, 3 delante y otro 2 detrás, se dirigían a la
Tetería Zaidin. Al percatarse de tal movimiento se apresuró a llegar antes que
ellos y tras colocarse el habitual mandilón se dispuso a tomar nota de la
comanda. Como el tipo era muy discreto no se atrevió a realizar comentario
alguno. Pensaría que esas eran las reglas del juego. A muy pesar suyo se enteró
de que el paquete de 2 se retrasó porque se encontraron con Maribel, a quién
hubieron de saludar.
La hija,
protegiéndose con la bufanda del fresco reinante según caminaba con su padre y
una amiga por el Balcón de Europa, apuntaba que debía cambiar la ventana de la
casa antes de que apretara más el frío y llegasen las importunas lluvias de
invierno. El padre le indicaba, algo distante, que pusiese rejas, que con eso
bastaba.
Se palpaba con claridad meridiana que la hija pisaba segura, confiada, sabiendo
lo que necesitaba. Quizás porque a lo que últimamente más temía era a la
frialdad y a los malos vientos que pudiesen entrar en su vida, escarmentada por
la anterior pareja que tuvo durante un tiempo.
La amiga, que les acompañaba, se mostraba prudente, cariacontecida, y sobrellevaba
lo mejor que podía las discrepancias entre ellos, constatando que no estaban en
consonancia en las claves de las partituras humanas.
Al padre, viudo y curtido en mil batallas, se le había endurecido en parte el
alma, y los tornados más virulentos no le hacían mella, en cambio ella, más
sensible y delicada, se colocaba el flequillo en su lugar preferido, y tragando
saliva presurosa, le hablaba al padre en silencio, mirándolo de reojo con
cierto desdén, no comulgando con su filosofía.
Pasear a cualquier
hora por el Balcón de Europa es encontrarte con todo tipo de personas. Aunque
la noche es fría y oscura, hay gente deambulando y asomada a la barandilla para
observar las negras aguas del mar o haciéndose fotos con la estatua del rey
Alfonso XII o subidos en los cañones, vestigios del antiguo castillo Bajo de
Nerja.
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Me ha llamado la atención entre lo
pocos transeúntes que pululan a estas horas tardías en el Balcón de Europa, ver
dos parejas de japoneses caminando tranquilamente a esas horas por el centro
del Paseo. Aseguraría que son oriundos de Japón y no de China, porque los
primeros son más elegantes en el vestir y se nota la calidad de las ropas,
vestidos y los complementos. Es raro verlos a esas
horas tardías porque generalmente no son[p1]
noctámbulos y casi siempre se suelen ver en grandes grupos y cargados con
cámaras fotográficas o palos de selfi. Las cuatro personas, dos mayores y dos
más jóvenes, no hablan entre ellos y pasean sin tocarse. Supongo son familiares,
incluso apostaría que son padres e hijos. Cada uno va ensimismado y algo
impasible, tal vez eso es lo que más me ha hecho fijarme en ellos y ha picado
mi curiosidad, la impasibilidad de sus rostros, no adivinar si están tristes o
contentos o cabreados.
De pronto, en
un instante he dejado de verlos, han desaparecido de mi vista tal como
aparecieron, increíble.
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