miércoles, 29 de octubre de 2008

Solo fracasa quien lo intenta


Tal como estaban las cosas, con unas perspectivas tan raras, Recaredo deshojaba la margarita, paseando meditabundo por el entorno. Advertía en el horizonte que los vientos soplaban titubeantes, por lo que eludía pisar terrenos resbaladizos para ahuyentar en lo posible el menor barrunto de fracaso. Ésa era la pesadilla.
Tomó el autobús en dirección a la playa con vistas a relajarse junto al mar revolcándose entre las blancas pompas de las olas y tumbarse a la bartola en una especie de colapso pasivo fuera del infierno urbano; pero la suerte no le sonreía, pues poco después el negro cruce de un felino en la carretera le salpicó de lleno torciéndole la mirada, los pasos, una aviesa avería –pensó- del autobús lo dejó tocado, en la estacada, obligándole a cambiar de planes.
Sólo fracasa el que lo intenta- no es mi caso, cavilaba a porfía.
Después de múltiples elucubraciones, se encaró sin reparos con el etiquetado siniestro, poniendo su casa patas arriba, y la mano en el fuego, -dado que se cumpliría sin remisión siempre que no alzara la voz con convicción y se declarase en rebeldía contra tal provocación-, dispuesto a aprovechar al máximo la parca munición de la que disponía, y no permanecer impávido, como si la tramoya montada no fuese con él, cuando en sus propias narices se columpiaba salerosa la terrible pesadumbre.
La situación no retrocedía ni un ápice, sino que expandía sus garras perversas con el riego de la convulsión, elevando de modo galopante el riesgo de sumergirse en los bajos fangos de la vida, y convertirse en el hazmerreír del entorno, por lo que, desechando otras opciones, se inclinó por la que consideró más conveniente en tales tribulaciones, regresar sin más historias a la metrópoli en el primer coche de línea.
Apenas colocado el equipaje e instalado en el asiento disponible, percibió en la parada siguiente una voz trémula, nerviosa sobre su cabeza, la irrupción súbita de una mujer vestida de negro, con pelo de color castaño oscuro –recién estrenado según contaría en su momento-, ojos insondables, de mediana estatura, un tanto azorada, voluble, como si huyera de un incendio o de no se sabe dónde, o acaso realizando pesquisas con miras a un apaño sentimental, la media naranja para esporádicos encuentros en el jardín de las delicias –por si no las tuviese todas consigo, vaya usted a saber- en el río revuelto del viaje.
Protestaba. No cabe duda de que se quejaba con abundante aparato eléctrico; protestaba por todo, pero no se conocía aún la herida, el porqué, hasta que harto expeditiva la dibujó, espetando que se sentía hasta el moño de tantas idas y venidas averiguando el número de asiento.
Traslucía frescura en el rostro, la piel, en el peinado de sus aconteceres, se palpaba que venía con las pilas cargadas, con ganas, sacando pecho –luego apuntaría por lo bajini que lo suyo no era para echar las campanas al vuelo-, profiriendo la mar de reivindicaciones, algunas rayando la órbita privada, lo más íntimo. A retazos emitía destellos de moratones internos, como si le hubiesen ido despojando pellizco a pellizco, mientras dormía en el país de las maravillas, de sus mejores bocados, singulares ocasos marinos en los tiernos amaneceres de jovencita, quedando a la intemperie, exangüe por el frío azote del progenitor en eternas noches teñidas de alcohol y droga. Como casa saqueada a placer por la insidia tendida con especial artificio por ladrones sin corazón en sus primeros balbuceos.

Conforme iba entrando Maravilla en materia reservada, agitaba con mayor energía los hilos de los sentimientos, adoptando ademanes casi carnavalescos, sensuales, la danza del vientre, en el desfile solemne por las espaciosas avenidas con admirable ritmo, como si hubiese pasado media vida ensayando en academias de elite. Alegaba en la penumbra de su pensamiento que el asiento le había sido usurpado con malas artes.
Recaredo, recatado, amarrado al frío asiento de la encendida compañera de viaje, se excusó cortés, corriéndose al asiento de al lado, cabizbajo reiterando su pesar por los perjuicios y la torpeza. Ante ello, sin enemigo a la vista, aminoró la mordida, la tormenta, situándose en las antípodas; eligió una postura cómoda, de andar por casa en bata, exhalando familiaridad, y comenzó a desnudarse a destajo, le apretaba el guante, sacó el abanico como arma de choque contra el acaloramiento o el calor reinante, por si en el proceso se produjera algún desaguisado, o surgiese un conato o amago de acoso por parte del caballero al oír el crujido de las vestiduras, sus cuitas.

Él, tranquilo, circunspecto, arrinconado en la jaula con el manjar, a una distancia prudencial, con aire de confesor o testaferro, expelía monosílabos sin cesar a los requerimientos insistentes, apelaciones fáticas o de contacto, sí, claro, por supuesto, eso, no importa, normal, también, ya, lógico, quizá, no hay más remedio, deshinchando las burbujas de jabón del temporal.
Recaredo explicó que su asiento iba ocupado, mostró el billete pero la otra persona se desentendió totalmente, por lo que, arrastrado por la indiferencia del otro, cayó en el de ella.
No había terminado Maravilla de posarse en su respectivo recinto, estando aún en pleno equilibrio aéreo, sin tiempo para despegar los labios ni apagar los humos que encerraba, cuando, cosa portentosa, lo que se inició a cara de perro, de repente se trocó en dulcedumbre, suave y fluida corriente comunicativa, pasando a mejor vida el espinoso reclamo del comienzo, del cual nunca más se supo.
Ella pilló la hebra, y, como si lo conociera de toda la vida, se enzarzó en historias y más historias, avatares interminables, abriendo el apetito de Recaredo y el melón que sacó de la chistera, ofreciéndole degustaciones de crianza, trozos limpios, sus mil y una noches en el breve viaje, que en nada envidiarían a las célebres noches de Scherezade.
La maga Maravilla, que llegó con el agua al cuello y las costillas vencidas por los manotazos psicológicos de la vida, con innumerables dosis de crispación, paulatinamente se fue apaciguando, cambiando el look, según ponía las manos debajo del grifo automático del centro, al que acudía una vez por semana, que destilaba agua milagrosa e informativos folletos sobre hidromasaje, sauna, peeling –sabes de qué va,… sí, claro-, baño turco, de flotación, RPM, espacios de relajación y mimos, camas de agua, jets corporales, aromaterapia, vital eyes, eclaircissant y otros, ejecutando el rol de entusiástica animadora de grupos de ocio, llevando la voz y el agua a su molino, con túnica de ilusionista, henchida de personalidad y agresivo marketing psicológico, que al poco de aterrizar en la pista de Recaredo revolucionó la atmósfera con genialidades libertarias, guiños aromáticos, dirigiendo el coche de su vida – faltaba Recaredo-, sentada en el pescante con las bridas en las manos.
Se fue autoretratando, una pincelada tras otra, con melosa picardía y agudos dardos de egocentrismo, intercalando huesos o semillas en las rebanadas del melón, en la pulpa de las heridas, o flaquezas, los tics verdinegros y claros haciendo juego con el color de los ojos, entre vívidos fogonazos de empatía embaucadora, derrochando esencias genuinas e ingenuas y, sobre todo, maquillando los brotes de impaciencia de Recaredo, confidente, confesor y tertuliano ocasional, arrastrado por las ruedas del autobús, carretera y manta, que hay que vivir.
Con lo cual el viaje se hizo en un vuelo; incluso, por lo apretado de la agenda y la brevedad, cabría haverlo ampliado con derecho a almuerzo, puro y copa, y una cena caliente a su debido tiempo.
El hombre que ocupaba el asiento de delante, un tanto silencioso, permanecía a la expectativa, desgranando el torrente de detalles e intimidades que la recién llegada iba depositando atropelladamente sobre la mesa. Comenzó por la visita al gimnasio; allí repartía parabienes, pantalones vaqueros a sus simpatizantes, tartas y todo tipo de gracias, siendo la que llevaba el timón de la nave en las veleidades y torceduras de tobillo, como el que le ocurrió en la bici, que por cierto la ridiculizaba la compañera que se colocaba en primera fila por el centro, porque llevaba una delantera de muy señor mío, pues la muy puñetera –apostillaba Maravilla- se las había arreglado de tal forma que, cuando se topaba con un hombre, eran tetas lo que en ella veía, según puntualizaba, dejándola en un segundo plano en tales lances. Pero Maravilla se vengaba sobremanera cuando tocaba ducha, y se cruzaban desnudas por los pasillos, siendo la envidia de las compañeras.
Lo que más les acomplejaba no era el busto o las piernas sino el arco iris de sus ojos y la melena, que según contaba Maravilla procedían de los mudéjares, mezclados con castellanos llegados del norte de España, cuando la Reconquista, para repoblar las Alpujarras, diezmadas y desiertas por la huida de los moros ante el avance del ejército enemigo.
Su padre desde que lloraba en la cunita ya se lo decía, eres la perla de la familia, la que lleva unos ojos, que las princesas que viven en ricos palacios desearían, entre verde, gris y blanco, que van cambiando según los reflejos del sol, del lugar, la estación o la climatología. Así cuando visitaba los diferentes países o regiones del globo, los nativos le echaban flores, piropos en sus respectivas lenguas, italiano, inglés, alemán, gallego, árabe, dependiendo del sitio por donde viajase de la manita de papá, manifestándole que nunca habían visto unos ojos tan originales y preciosos, y la pequeña Maravilla respondía satisfecha que el privilegio procedía de sus raíces alpujarreñas, andaluzas, siendo su cuerpo un cóctel de moros, vascos, castellanos, cristianos y judíos.
Y ella tuvo la fortuna de ser amasada con esa levadura, tan sutil y encantadora, que las mujeres la odiaban a muerte porque les robaba los posibles besos y flechazos aunque fuesenvirtuales, o de reina por un día, durante un flagelador viaje.
El circunstancial contertulio por la gracia y atracción fatal de Maravilla, era cirujano plástico; resistió como una roca los embates de las olas, cual fiel convidado de piedra, pero sintiendo en la propia piel del alma que había fracasado en su labor primordial, el peeling - bruñir los tejidos marchitos-, al no anestesiar las exfoliaciones psíquicas de la ilusionista Maravilla.

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