viernes, 17 de octubre de 2008

LO PRIMERO


El otro día, cuando iba por la calle desnudo de ideas, sin brújula, sin nada que echarme a la boca, de repente me paro y zas, sin darme cuenta llevo las manos a la cabeza asombrado como por arte de magia, como un niño despistado, no pudiéndolo disimular, y todo por una majadería.
Primero, a ver, contaré la causa desencadenante del descalabro, lo que sucedió entonces, si es que en realidad existió, o sólo fue un espejismo. El hecho es que de golpe dudé.
Dudé de mí, de los sentidos, de todo cuanto me rodeaba, de las percepciones, especialmente las referentes a la visión; eso era lo sustancial. En el fondo una auténtica tontería, mire por donde se mire; ya que cosas así le pasan a cualquiera, en cualquier lugar; por ello, en principio, lo mejor sería obviarlo, y no dedicarle apenas atención. Y ni por asomo la exigencia de estrellarse contra un muro, en absoluto.
De todos modos no me quedé ahí, me empleé a conciencia, y persistí mirando a los lejos. No discernía la esencia, la identidad de la persona. Me sentí zarandeado como un árbol por un huracán a la orilla del camino. Un velero a la deriva. Necesitaba salir del atolladero. Hubo suerte al fin, y se desveló el misterio antes de lo esperado.
Pronto recuperé la compostura, la propia figura. Así que rehecho del fugaz apagón, sacando pecho me eché hacia atrás primero, moví los ojos, alzándolos hacia arriba, los labios no le iban a la zaga – abeja libando el néctar de la flor -, y volví a clavar la mirada en el horizonte, y, aunque eran pinceladas desparramadas, columbré un semblante reconocible, que me transmitía un no sé qué, como si, palpando la piel, leyera desde lejos el secreto de los minúsculos poros de su rostro.
Creí tener la certeza de haberlo visionado en algún foro, una fiesta, o en encuentros fortuitos, adonde asiste multitud de gente; y sintiéndome más centrado, o quizá envuelto en una nebulosa, en mi desmadejado mundo aduje, bueno, a ver, a ver, ¿Rosa? ¿será ella?, la que conocí una tibia tarde de domingo paseando por la Gran Vía con su amiga, a paso lento, inquisidora, caminando como si retrocediera. Aparentaba recrearse en un palmo de terreno, como negándose a avanzar, la excusa perfecta de esperar una importante noticia de alguien que viene por detrás a su encuentro, pero no acaba de llegar. No sería yo – elucubré.
Respiraba ella autocomplaciente, sin perder las esperanzas. Un deambular sesgado el suyo, de tortuga, casi una tortura, sin tiempo en el movimiento. Se percibían inmóviles los tacones tan cercanos, como un raro hechizo; sin embargo retumbaba sonoro y contundente el taconeo sobre el duro cemento como cascos de caballo.
Su sombra proyectaba una dura barricada sobre la calle. Diseñó el intento, montar una carpa en mitad de la acera para dormir el fin de semana. ¿Esperaría por fortuna al príncipe azul? Quién lo diría. Musitaba melodías y sones al viento de cuando siendo niña correteaba por callejuelas y plazoletas del pueblo, jugando a la gallina ciega, a la rueda, o saltando la cuerda, ritmos de siempre, que rivalizaban con el persistente tintineo de la fuente. A lo mejor rememoraba en el pentagrama del subconsciente las sentidas notas que en su cuadernillo tecleó un día el poeta de Fuente Vaqueros con su halo lírico, *Cuando fuiste novia mía, por la primavera blanca, los cascos de tu caballo, cuatro sollozos de plata…
Aquel día lucía el sol con inusitada firmeza. Las refulgencias chisporroteaban sobre su negro pelo. Los rayos dibujaban los encendidos contornos de su cara. Todo regaba su planta, acrecentando la alegría en su pecho, la miel en los ojos, el brillo en los labios. Emprendió Rosa la marcha del jardín de su aldea donde se alimentaba y crecía con ansias de sacudirse los aromas que la envolvían, arrancarse las espinas clavadas en su hábitat rural. Buscaba un nuevo rumbo, abrir ventanas al mundo, el capullo de su mustia vida, monótona y sin perspectivas. Se lió la manta a la cabeza, y se lanzó hacia lo desconocido, la aventura, en pos de un paraíso soñado, sin espinas, próspero; y libó el néctar que le atraía, el núcleo urbano.
En el trajín del taconeo por la avenida su cuerpo, inconsciente, se retorcía. Con el bamboleo incesante cedieron unos endebles botoncillos torcidos de la blusa, saliendo a porfía la cara oculta, más blanca que la luz del día. El céfiro casi transparente de la blusa se peleaba con el airecillo travieso de la tarde, asomando pecador el velado canalillo en un descuido, cual capricho de niño al acecho, buscando en cuclillas, al revolver de la esquina, la sorpresa, gastar bromitas, achuchones de globos rojos entre sí, o emitir pedorretas soplando con la boca; y la brisa pretendía colarse en el laberinto de la blusa, rociándola de subida calentura. Exhibía valentía. Iba dispuesta a deslizarse por las pistas del lucero del alba.
Aconteció el fugaz flechazo en horas tontas. El resurgimiento del contraste tomaba cuerpo. Mientras en esas dilatadas horas el corazón sestea feliz, como bebé en su moisés, o solloza en carne viva empujado por impulsos escurridizos, o no mueve un dedo. Vaya usted a saber. Pero algo misterioso le golpeaba. Él rumiaba resacas, a veces soñadas, en tierra de nadie. ¿Serían fuegos artificiales, frágiles pesadillas en el andamio? Imaginlandia, tal vez. Tales castillos se diluyeron como un azucarillo. Despuntaba al crepúsculo el desgarro de la pena.
Fueron horas de desdén, exangües, transcurridas en el frío cemento, sin cromos que intercambiar, ni el tic-tac de un crono que lo atestiguara. Horas que nacieron ya desteñidas, como siemprevivas en jarrón de agonía. Todo se confabuló en un remolino de corrientes cruzadas por el sendero. Los pasos dejaron regueros secos, de polvo ciego; una ristra de defenestraciones archivadas, o quizá urdidas adrede en la misma entraña de la fantasía. Bofetadas tardas, viciadas, al viento que te lleva.

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