viernes, 17 de octubre de 2008

CRISIS


Aquella mañana el despertador gruñó como un cerdo moviendo las orejas y saltando descompuesto en las aguas del amanecer, como si le hubiesen arrancado el moño de la maquinaria y extirpado los secretos de las horas tan sigilosamente guardados. Isaías saltó de la cama raudo, constreñido, carraspeando varias veces, algo ronco, como una premonición, y al poco enfiló la carretera en dirección al trabajo. Se topó en el recorrido con el último borracho de la noche, que vagaba sin rumbo por el frío empedrado del casco antiguo de la ciudad, haciendo las cuentas galanas, echando esputos y andrajosos lamentos, sorteando con habilidad los inoportunos obstáculos. Y se agarraba con uñas y dientes a la colilla del cigarrillo, que estaba apurando en esos instantes con frenética fruición, despertando el apetito e interés de Isaías, como si degustara afrodisíacos manjares en una noche loca, barruntando en su interior abundantes dudas acerca de si sería la última francachela en su peregrinaje por este mundo.
Isaías no se detuvo, aceleró la marcha, y pensó que aquello no iba con él, y menos en momentos tan cruciales, cuando la mente marchaba por otros parámetros, ocupada en encontrar el camino más corto para llegar puntualmente. La certidumbre de que no acostumbraba a trasnochar, le transmutaba la cara dándole un aire bonachón, sereno, a la par que participaba de noches claras, de confianza y bienestar.
Sin embargo se moría por inhalar el aroma encendido del tabaco, introducirse en los ahumados campos del placer, tatuando la vida de amarillo, los dientes, la piel. Blandir al viento, como una espada, el cigarrillo entre los dedos lo catalogaba como un atrevido desafío al enemigo, bien como la conquista en buena lid de un preciado trofeo, o como amuleto propiciando la adquisición de poderes mágicos, colmándole de los más sugerentes y grandiosos parabienes.
Morder la textura cilíndrica, la boquilla le subyugaba y producía una catarsis, recostado en la eternidad del instante. La eclosión de humo en nerviosas volutas y círculos evanescentes subían vertiginosos hacia el infinito, dulcificando los sinsabores del espíritu; asimismo le mimaba el semblante en llamas en cada chupada, emulando exhalaciones de sahumerios devotos en escenarios místicos, o irradiando un olor santo por el entorno. Al cabo del tiempo las vías respiratorias iniciaron una huelga de brazos caídos, negándose a arrimar el hombro, y se le fueron adulterando los conductos, brotando pintas, puntos negros en el circuito que recala en los pulmones.
Isaías apoyaba los pies con firmeza en la tierra, en la vida. No obstante como convicto fumador se sentía inmortal, y, acaso impulsado por un frenesí desmedido de flotar por encima de lo rutinario y volar por el espacio, le chiflaba expeler humo con arte, esculpiendo creativas figuras, fuegos artificiales con originales números circenses, despidiéndose con negros pañuelos en la estación del olvido.
En los años gloriosos, de esplendor en la hierba, salud de hierro, mostraban sus ojos una envidiable y chispeante primavera. Pero desde hacía un tiempo, los humos del buque se atascaban en la chimenea, dejaban aromas pestilentes, los amarres aparecían debilitados, y hacía aguas.
En edad temprana, Isaías producía dos cosechas al año, exuberantes y sazonadas. En cierto modo se felicitaba, no sin razón, por la buena estrella, por la sonrisa que siempre lo protegía, saliendo airoso en los trances más espinosos. Incluso en la elección de pareja, el amor de su vida, le sonrió la fortuna –contraviniendo el dicho popular, boda y mortaja del cielo baja-, dado que la timidez lo turbaba sobremanera en tales oficios gastándole malas pasadas y lo zarandeaba en mitad del devaneo amoroso, pese a lo cual logró, -con un hábil empujoncillo paterno por supuesto, cuya doctrina era, dos vacas, tres cabras y diez obradas, suma y sigue, y casan-, establecerse por fin con cierto desparpajo en la plataforma conyugal. Ello no impidió que en el fluir de la convivencia cotidiana, cansina, y durante el frío, húmedo y oscuro invierno de su morada creciera un musgo enfermizo, con tintes frecuentes de seria gresca. Tal itinerario, aunque sinuoso y a veces vomitivo, no emitía destellos fehacientes de un peligro inminente.

Si bien, aun admitiendo el pesado lastre que se incrustaba en los entresijos de la pareja, tal crudeza externamente apenas le alteraba los latidos y el peinado del alma, y menos el nudo de la corbata. La brisa que soplaba sobre la ventana le purificaba las heridas, el cuerpo, las contrariedades.
Tales avatares rara vez llegaron a cercenar su horizonte, o caer en una depresión, provocándole infranqueables quebraderos de cabeza. Cumplía con creces las expectativas que se había trazado.
En épocas de penuria, le pellizcó la marea de la emigración yendo hacia rincones de abrigo, de bienestar social. Recorrió el país de norte a sur, aplicándose en aquello que mejor le cuadraba, hostelería, construcción, recolección de frutos del campo, sembrando estelas de ilusión, ansias de luchar por la vida, con la mirada puesta en el retorno a la tierra que le vio nacer, y poder nutrir los sueños de los suyos.
No era cosa de tomárselo a broma. El doctor, que en primavera lo exploró, le advirtió de la inmisericorde sombra que se cernía sobre sus pasos, los pulmones. Encajó el golpe bajo como un auténtico titán, bromeando con los caprichos de la salud, continuó luchando en el ring, y al oír el gong, se levantó sonriente, intrépido y reemprendió la marcha como ayer, musitando entre sus amarillos dientes, ¡no me detendrán!.

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