viernes, 17 de octubre de 2008

LA IMPORTANCIA DEL SILENCIO


En un ambiente sigiloso se recrean los perfiles, las sombras, la beldad oculta de lo creado y los mundos de la imaginación. En el hervor de la celda los aires del espíritu vuelan alto, tan alto que tocan el cielo en un vuelo. En la cima de la montaña se escuchan las transparencias, las empatías de corazón. Lejos del mundanal bullicio se enciende la bombilla de bajo coste, de envidiable armonía. En las pestañas del piano de cola reposan los arpegios, que el virtuoso, llegado el momento sublime, despertará con una palmadita en la mejilla de la tecla, desgranando los bemoles incrustados en el núcleo.
Más tarde se percibe el grito de rigor, ¡silencio!, se rueda, acción...

El enemigo no duerme, y urde en secreto, en ocasiones, tramas perversas, llevando a un pueblo o territorio a una hecatombe.

Un corpulento silencio comenzaba a trotar por calles y plazas, tras la súbita fuga del sol. La oscuridad ebria se estrellaba en las esquinas, y se estiraba como chicle por lomas y valles, penetrando en los recintos privados, en los puntos álgidos del pueblo, produciendo serios infartos. Se mascaba lo peor. Un húmedo clamor circulaba bajo las pisadas de los pisoteados labriegos, hirviéndoles la sangre.
Sin embargo seguían amarrados, sentados sobre el blanco poyo de la plaza como un castigo, siendo el blanco de todos los disparos. Reaccionaban cual leales mileuristas que hubiesen formalizado un contrato de por vida, o convidados de piedra a la danza del vientre del río, haciendo de tripas corazón.
La noche, con ojos de avispa, se echó encima, clavando sus aguijones. La vida se apagó de repente, como vela en el duelo por el brusco manotazo de un aire, en un descuido. La atmósfera no se cubrió de gloria aquella noche, sino de un lúgubre manto gris. Las aves de corral salieron corriendo en estampida, acurrucándose en el aseladero.
La situación reinante contrastaba con la algarabía cósmica, las descargas del firmamento en llamas; las nubes se retorcían las tripas perpetrando en el remolino una loca descomposición; el cielo se tornó plomizo y caían puñales, negros goterones, sobre el barrio alto –barribarto- y el bajo –barribajo-, sobre barrancos y torrenteras, arrasando cuanto encontraban a su paso, cual plaga asesina. El reducido bosque no se libró de los navajazos del tiempo. La frustración se balanceaba, como abejorro destronado, sobre las cabezas del vecindario.
Mientras tanto, unos se resguardaban entre el espeso ramaje del árbol de la plaza y el umbral de la iglesia, y otros en sus casas. En la plataforma de despegue de su angustia, gesticulaban airadas protestas, desdibujadas muecas, inescrutables aspavientos propios de criaturas acorraladas por las hambrientas fieras; la penuria llamaba a la puerta; y en el desigual combate, encorajinados increpaban, porfiaban a coro con tics nerviosos, mediante contundentes estornudos de rabia, o un incesante sonar en la soledad de la tarde.
La importancia del silencio se calculaba contemplando los ojos del alma, en las fibras de la barahúnda. Se trataba de la puesta de largo de circunstancias patéticas, cual multicolores mariposas intoxicadas. El polen contaminado del entorno picaba en exceso.

Una bola de negra nieve, de comida basura, resbalaba por las gargantas, por sus venas, alimentando la destrucción de las estructuras. En la mudez de la mirada se traslucía el estupor del momento. El río crecido arremetía en los aledaños del lecho con afilados cuchillos, como toro de raza en la corrida, corneando vidas, promesas nuevas, brotes tiernos, arrancando de cuajo vallas, ideales, cultivos recién pintados, cañaverales reverdecidos, y finalmente, de un salto con pértiga se subió a las barbas de los sembrados, a las sazonadas márgenes, hilvanadas con laboriosos trazos de tableros de ajedrez. Se sentían con el agua al cuello.


Los cultivos, acariciados con el aliento de sus brazos, con trabajosos ahorros logrados currando durante décadas lejos de los suyos, y guardados en huchas de barro cocido con leña de marcos, francos, pesos, libras o dólares, según la correspondiente empresa que emprendiera cada cual. Era un peculio proveniente de aguas internacionales, sustentos destinados a la adquisición de vivienda, y su amueblamiento, armarios, lavadora, frigorífico, televisor, algunos terrenos de labor, y, si la bolsa lo permitía, embarcarse en el utilitario, sin olvidar que, por aquel entonces, entrañaba casi un peligro, un privilegio.
Durante las horas en calma, cuando la mar se dormía en sus brazos, abrazaban estos pensamientos, apañar un refugio, adonde volver en un futuro no lejano, y sacudiéndose el fragor de la lucha diaria, pasar tranquilos el resto de los días disfrutando de una cosecha saneada, libre de arbitrarias inclemencias.
Pero la inoportuna corriente mutiló las sensibilidades, los puentes de acceso a las llamadas islitas de las márgenes fluviales, que ellos, llenos de tesón, habían bordado. Los árboles frutales contemplaban indefensos la cruda marea que los anegaba.
A los vecinos se les quebraba el horizonte, se les echaban nudos en la garganta al ver la garganta profunda del río. El eco quedo reventaba los tímpanos, y se posicionaba en los puntos estratégicos. Los grajos, sintiéndose amenazados en su hábitat, volaban presurosos a un escondite seguro.
Mañana será otro día, se decían entre sí; manos a la obra, se lo dictaba el instinto, con el pico y la pala y alguna moderna máquina contratada. Volverán las oscuras ilusiones en sus campos y balcones sus enseres a colgar, cual convictos okupas, y vuelta a la noria del terruño, y se enfundarán de nuevo el traje de esperanza, y expulsarán de sus parcelas los emponzoñados salivazos, las piedras de molino, la arenilla fina y los troncos atravesados, que plantaron en una primavera remota que les saludaba con el hálito de los pájaros; en esta vida tan fugaz, pero con la esperanza, en sus mentes, tan larga.

En la oquedad de la tarde atiza el aire. Siempre muerde a deshora. Y llegan los tiburones de la noche, nubes de metralla, provocando un diluvio peculiar, casi criminal, no guardando las composturas en la mesa, manchándolo todo, volcando vasos, tazas, jarras, no dejando ni una gota de agua para el resto del año; pareciese que la borrachera le obligara de pronto a vomitar todo cuanto ingirieron.

Los disparos de la tormenta se confundían con los de los habitantes.

El benjamín de la familia increpaba, compungido, a los dioses por el hurto de su recia y dulce jaca, una pieza tan valiosa, que, con tantas tartas y copas de anís y pestiños y polvorones y garbanzos tostados había brindado en su honor en las horas felices.
Antonio, cabizbajo, elucubraba sobre las innumerables horas de brega, de robado descanso a sus huesos, habiendo sido arrancado todo de un plumazo por la insensible venida, llevándose los decoros, toda la plata plantada.

Junto con los cascajos rodando río abajo en un dantesco espectáculo iban cayendo, uno tras otro, los sueños, los castillos montados sobre las riberas, los recuerdos, a pesar de haber echado raíces, fugaces, sus malogradas inversiones, en tales lodos y arenas movedizas.
Al cabo se paladeó el dulce silbo del silencio.

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