jueves, 16 de octubre de 2008

¿Qué color habita en tu vida?


Cultivar tu universo, donde habiten los colores preferidos, sería un jardín de ensueño.

Ea, alégrate, Evaristo, que no es para tanto lo tuyo; hoy, sin ir más lejos, es un día de sorpresas, te lo aseguro, la voluntad mueve montañas; es un día de blanca y despiadada luz de primavera, un día de primera comunión, que te colmará de sonrisas, de chorros de espuma blanca, agua fresca que aviva el ánimo y frena el estrés.
Recibirás el impacto de una transparente blancura en tu vida, por la que siempre has luchado, y te robustecerá el espíritu. Esa ráfaga de chisporroteo luminoso induce a su aprovechamiento, a zambullirse de cabeza en tales corrientes, favorables y dulces, y a estar en guardia para, cuando pulsen el timbre de tu mar, abrir la puerta de par en par como al ser más querido, rendirles pleitesía, y abrazarlas con el todo cariño que se merecen, poniendo rumbo presto a su morada.
No es desdeñable advertir que el enemigo no duerme, por ende hay que poner en funcionamiento todas las alarmas, oteando, desde lo alto de la torre de control, el entorno. Tales pulsiones engendran irrefrenables energías, felices estancias, implantando una calma chicha en los tsunamis que se presenten durante periplos nocturnos, y ayudan a solazarse en amenas atmósferas, en placenteras playas, inoculando balsámicos ungüentos en el pensamiento, en la piel. Asimismo aportan los pertrechos precisos para lanzarse al asalto de castillos encantados, de pasionales conquistas, urdidas con titilantes pinceladas multicolores, blancas – pureza-, azules – inocencia-, rojas – pasión-, verdes – esperanza- , y luego pasear por el recinto ferial luciendo en el ojal la flor de tus sentimientos, azucena –pureza-, rosa – amor, pasión-, violeta – humildad – o azahar – amor, virginidad-.
¿Qué mejor dádiva puede ofrecerse al albor? Hoy estoy orgulloso de ti, Evaristo, de las estrategias y de tus envidiables sensaciones. Te felicito. Ahora bien, ten presente que es imprescindible no cejar en el empeño. Que no se te olvide.

Sin embargo el huracán ruge furibundo en el corazón de las tinieblas y troncha, a veces, los frágiles tallos, ocluyendo el rico caudal que los acaricia.

En éstas y otras cosas andaba Evaristo, cuando oyó gritar a alguien del grupo de gente, que por allí cruzaba:
A ver, el que tenga dieciocho años, puede tomarse una copa, ¿de acuerdo?, y de inmediato se formó un fuerte remolino, respondiendo todos a una, ¡yooo, yooo, yo…!

Una gallinaza picoteó de súbito en el blanco.

La elegancia del color negro se pasea por las escalinatas de la moda. Manda, ordena, templa, y tumba al más pintado. La palidez de los rostros alargados emula las estiradas pinceladas del Greco, trasparentando el negroide ambiente de la aureola, de su enigmático hálito. Y parece que exhalan aromas inquisidores de algún avezado nigromante.

Uhm-m-m, hasta aquí he llegado, dijo Evaristo, sacudiendo la ceniza gris del puro con virulencia, como si le fuera la vida en ello, como si quisiera arrancar la costra de un pasado de oscuros otoños, de sueños abortados, agitándose rabioso como poseído por el mismísimo demonio, ideas raras infiltradas en las neuronas, que lo impulsaban a disparar con toda la artillería para no ser engullido por la voraz negritud, por algún macilento animal prehistórico, y liberarse de las duras cadenas, porque no le dejan progresar en la vida. Pero, en esta ocasión, Evaristo estaba más tocado que de costumbre durante la partida. Todo sobrevino al remover de un alado a otro de la mesa las fichas del dominó, dispuestas, conforme al reglamento, boca abajo, exhibiendo su negra faz. Aguantó hasta entonces como pudo los negros salivazos que le salpicaban la mente, y visionaba una borrosa imagen de si mismo. De repente se turbó. Ese color lo acorralaba como si yaciera inmóvil dentro de un féretro, trasportándolo a vidriosas situaciones de antaño en espacios opacos, claustrofóbicos, en que respiraba el hollín apelmazado en la chimenea, y le golpeaba en el espejo retrovisor al resbalar las fichas sobre la superficie de la mesa, en una danza macabra de negros y diminutos esqueletos ambulantes, que se les diera cuerda como a un juguete. Imaginaba las piezas como el coche escoba que de forma descabellada recogiera cuerpos en su trayecto, señalándole a él con el índice, como si fuera su turno, pensó, durante su turno en la partida del dominó. O rememoraba acaso partidas desleídas, cual inmenso iceberg, en su afanosa labor mercantil, al volverle la espalda la diosa fortuna, y le escurrían como aceite hirviendo por la endibia de la nariz en hilillos memorísticos que se agigantaban, y le subían por la boca del estómago provocando acidez, o congoja envenenada por el cúmulo de derrotas en el haber.
Haciendo el inventario de una vida, de su problemática, y de las pugnas entabladas en su dilatado camino existencial con allegados y adláteres, las más negras y sangrientas, en principio, serían dos: primera, ponerse moreno tumbado al sol junto al mar; segunda, los trazos iconográficos y jeroglíficos de difuntos. No comulgaba con el resplandor de la oscuridad, aunque en otros puntos del planeta la oscuridad brille con toda su fulgor.
Últimamente estaba describiendo en su blog de internauta los aspectos más relevantes de las pinturas que contempló en un prestigioso museo, si bien, con sumo sigilo, se saltó las pinturas negras que encontraba a su paso. Hubiera preferido seguramente, haber invernado una interminable temporada en un zoológico, aunque siempre acompañado de blancas palomas, blancas ovejitas, blancas hormigas, blancos caracoles, blancos amaneceres.
Rechazaba a toda costa la comunicación con el mundo exterior, ¡lo veía tan negro! -. En su interior se veía con los días contados, y vislumbraba un horizonte oscuro, como el traje de rigurosa etiqueta que en las ceremonias de la corte usaba.
Como si no hubiese palpado Evaristo el color blanco hasta que cayó aquella abundante nevada en la vida de Fernanda.
No quiero ni imaginarlo.

No hay comentarios: