jueves, 16 de octubre de 2008

NO QUIERO NI IMAGINARLO


El despertador dispara en su misma cara cada mañana, y no con pelotas de goma, sino con balas envenenadas, repugnantes, y siempre a la misma hora. No falla la puntería, cronometrado de manera siniestra, saltando por los aires los cristales del sueño. Todo un espectáculo terrorífico, un sutil atentado. A Luis Alberto sólo le quedan dos opciones, tirarlo por el balcón, o pegar un salto mortal, antes de que le achicharren la sangre las vibraciones.
Las oportunidades de las que dispone Luis Alberto para encontrarse a solas con su pareja, solazándose en un dulce edén, cantando al amor durante la semana, son escasas; comporta sortear un sinnúmero de obstáculos, toda vez que ella está sometida también a la tortura de turnos, al igual que el cónyuge. Los horarios mandan, apagan o encienden sus pulsiones.
Por otro lado, tienen a su cargo dos enanos, de cinco y dos años respectivamente, porfiando y exigiendo caprichos, derechos, comida, cariño, vestimentas, guardería; sin olvidarse de las ocupaciones profesionales. La pareja da el perfil de sísifos sacralizados. El frío horario, y la distancia que media entre el lugar de residencia y el centro laboral les obligan a un largo y cansino recorrido a diario.
Aún recuerda Luis Alberto las chanzas que se traía con los colegas, en que apostaban por tal o cual requisito sine qua non, o las hechuras de una buena caña de pescar. Siempre presumió de ello. Sacaba a colación, cuando le parecía conveniente, aquélla que le regalaron en un cumpleaños y las hazañas que realizó con ella. Raro era el día en que no llenaba el canasto hasta arriba, refería gozoso, de peces de variados tamaños y clases, a cual más sabroso, con destellos de envidiable plata de ley. La caña de pescar le era familiar, y le resultaba hasta relajante recordarlo; incluso, a veces, se subía a la parra con el asunto, y parangonaba estos quehaceres con el arte de un galán seductor, lucir un buen tipo, estar investido de perspicaces ardides, y llevarse enganchada en el anzuelo a la moza más pizpireta, a la preferida de la clase, o en flirteos de ferias o fiestas patronales en muchas leguas a la redonda.
La caña de pescar la manejaba con soltura, y saltaba, como una rana en un charco, al mar siempre que podía, eligiendo una plácida caletilla, o un rudo peñón bañado por la sonrisa blanca de la espuma, allí a pecho descubierto, y chapoteaba por la memoria durante aquellos momentos únicos, dialogando con la ola que le saludaba, retirado de liviandades humanas y de los ronquidos del ajetreo.
Ahora, Luis Alberto no acaba de tomar tierra, flota como un globo por las ideas que le azotan las sienes. Algunas noches las pasa en vela, y sufre más de la cuenta al no conciliar el sueño. Nunca le falta un porqué. Cuando muere una causa, otra la sustituye. Ahora bien, se dice para sus adentros, si antes fui un heroico pescador, no sólo de deliciosos peces sino de sirenas de mar, por qué demonios actúo ahora como un pusilánime; no lo comprendo, silabeaba. En cualquier caso, haré lo que me plazca, apretando con rabia los dientes si fuera preciso, y quedarme con lo que de verdad quiero, trotando por los campos de mis proyectos. Todo dependerá de mis decisiones, y conseguiré ahuyentar la presencia del lobo, durmiendo como un rey, a la pata la llana, o bien revolcándome en el ardiente césped, o bañarme en unos ojos salados y anchos como la mar.
Pero de un tiempo a esta parte no hay forma. Le dan las dos, las tres… y no logra relajarse. Se escanea el cerebro constantemente, como a traición, buscando las claves de su desdicha.
El otro día se sentó un rato en el despacho del jefe por un fuerte dolor de cabeza, que le impedía realizar su cometido; le ofreció un vaso de agua y una aspirina, y le aconsejó que no se preocupase, que pronto se le pasaría; y entre dientes le espetó, nos estamos volviendo viejos Luis Alberto, basta con ver cómo se cubre de nieve la cumbre. Y en ese instante brincó al vacío, como algo instintivo, sin pretenderlo le hurgó en la llaga.
Llevaba largo tiempo oyendo el runruneo de los compañeros, sobre un-no-sé-qué-de-canas, con sonrisitas e indirectas, advirtiendo de que no se demoraran algunos en llevar a la práctica el dicho popular, echar una cana al aire…
Al principio, L. A. no caía en la cuenta, ¿Por qué al aire? ¿Y por qué una cana? No admitía en su fugaz ceguera tantas expresiones tontas, sin consistencia, que se dicen al cabo del día, a cada paso, porque, si se prestara mucha atención, la cabeza se convertiría en una olla de grillos, en una bomba de relojería a pique de estallar.
Pero aquel día quedó colgado en sus redes, al escuchar el odiado sonsonete, echar una cana al aire. Sintió que le señalaban a él, y se cuestionaba el porqué; intrigado entró en el lavabo a observar la cabellera, y claro, otros mostraban muchísimas más canas que él, apostilló para sí. Se acordaba de un primo que vivía en el extranjero, que a los veinte peinaba canas; así que la cosa no era para tanto, pero, sin embargo, no se lo podía quitar de la cabeza, arrancarlo de una puñetera vez. ¿¡Qué crimen habría cometido!?.
Una tarde, tomando té en la cafetería, pasó un coche de las fuerzas del orden, y columbró cómo una joven camarera, bien parecida, enviaba besos desde la barra a un exultante policía que de forma estentórea sacaba cabeza, brazos y un paquetito por el ventanuco del coche. Lo primero que le vino a la mente fue grabar el color del pelo del agente, y verificó que no difería apenas del suyo. No le encontraba justificación a la escena que vivió. Luego supo que se amaban. De todas formas persistió en el empeño de poner en práctica el proverbio fatídico.
Aún seguía en penumbra. Se confundía con la caña de pescar, de cuando la echaba al mar y acudían los peces; en cambio, lo de la cana al aire no se lo explicaba del todo, podrían ser monedas al aire como en algunas algarabías infantiles, pensaba, porque una cana con tan poco peso podía caer al mar, ¿quién se lo aseguraba? Si la arrojaba al aire, el viento se la podía llevar, dado que el viento se lleva todo lo que hay a su paso cuando sopla enfurecido; entonces, tuvo que avanzar y coger el toro por los cuernos. Después de conversar con un amigo de confianza sobre su endemoniada problemática, iluminó en parte la oscuridad. ¡Qué caña ni cana, ni anzuelo, ni qué cojones!, masculló; nada de eso.
Que la cosa vaya por los cerros de Úbeda, o lo mismo da ocho que ochenta, así creía que debería despachar este asunto, de forma que nada le perturbase y a disfrutar del presente.

Finalmente calibró L.A. que la cosa era más simple de lo que aparentaba, es decir, buscar en las páginas de publicidad del periódico los puntos calientes -erotismo y sexo- y telefonear sin pestañear, ni tocarse las canas. Y punto.
L. A., no obstante, se había afeitado la cabeza para fulminar las canas que le afloraban por las esquinas, como juncos a orillas de un río, pero ahora, con la cabeza rapada se le hacía más notorio el hoyuelo de la mejilla derecha, lo cual le intranquilizaba sobremanera, por si las cámaras de seguridad del puticlub se quedaban con toda su identidad, con pelos y señales, además de las huellas.
El pausado pero imparable cambio de look le incordiaba. Planeó hacerse un trasplante de pelo en una clínica especializada, unos injertos en las zonas más castigadas, mediante pelo de lo más negro que hubiese en el mercado, o de su hijo el mayor, que brillaba como pozo negro en mitad de una gran nevada.
Al salir del antro de la carretera L. A., fue a colocarse la peluca, -a buenas horas mangas verdes-, ya que en ese instante se cruzaba un amigo y le preguntó ¿cómo tú por aquí, Luis Alberto, tan lejos de tu hogar? Algo gordo te habrá ocurrido. Ah, hola, nada en particular. Acabo de regresar de un viaje de placer –salía por la puerta en ese instante…-, y decidí dar una vuelta por estos parajes, respirar el aire purificador. Que se jodan los pulmones.
No quiero ni imaginarlo, farfulló.
Había en la ciudad tanta contaminación, humos, ruidos, pisotones… una aviesa confabulación.

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