jueves, 16 de octubre de 2008

LA FIESTA DE FIN DE CURSO

A Genaro le daba la sensación de que arrancaban a martillazos los meses del almanaque, cual enmohecidas alcayatas de una cuarteada pared, impulsados por la ansiedad, y se aglutinaban en la retina, en su agenda académica, sin permitirle levantar cabeza o barricadas en legítima defensa, o pegarse un tiro moviendo un dedo. Estaba harto de fiestas de fin de curso. Se daba aire con el abanico, una, dos, hasta tres veces, para mitigar el estado de sopor, pero no sentía fresco en el alma ni en el rostro.
¡Joder!, se oye de nuevo en las ondas la canción del verano “la fiesta de fin de curso”, espetó contrariado, si por lo menos fuera una de las de éxito, La felicidad ah ah ah; Opá, opá, yo viacé un corrá; ¡Borracho yo! tururú; Vivo cantando; El bimbó; La lambada; El chiringuito; Macarena; o Aserejé… todavía… y la respuesta no se hizo esperar.
Desde hace un tiempo necesita arrancar la espina que viene arrastrando, la morena que se acomoda en los últimos asientos de la clase.
¡Hala! Vamos, Genaro, vuelta a traficar, farfullaba para sus adentros. No podía estar cruzado de brazos con la que se le venía encima, y, refugiándose en su caparazón, empezó el ritual, cocinando en su catering privado chuletas de distinto calado y rango, de pollo, de ternera, conejo, cilíndricas, de lagarto lagarto, entubadas, microscópicas, medallones, colgantes, anilladas, y asimismo, exquisiteces para paladares selectos, el sobresaliente cum laude y la matrícula de honor, copiando como un negro entre las blancas sábanas de su habitáculo, sobre pantorrillas, muslo, brazos, o allí donde se terciara, innumerables fichas, fechas, felices ideas… códigos mnemotécnicos en que se cimentaba el edificio, y desde ahí tirar del hilo.
Los ojos de huevo del hueso de turno se le incrustaban en las entrañas, tanto en noches de luna llena, de refulgente transparencia, como de luna menguante, porque se acrecentaba el huevo de la mirada del hueso, y se veía envuelto en un balanceo espectral. Pasaba las noches en vela, pegando vuelcos en la cama, como si hiciera inmersiones prolongadas en la mar, a pique de morir asfixiado. Las horas de vigilia despertaron en él un inusitado interés por los cuerpos celestes, llegando a familiarizarse con el firmamento, y reconocerlos como la palma de la mano. Sin embargo le resultaba imposible concentrarse en el estudio.
En tales circunstancias se veía abocado a tragar, a atiborrarse de café, anfetaminas, productos reconfortantes, así como recetas chics de primavera del chamán de la esquina del pub, que zumbaba una barbaridad. Y después de la tormenta de ideas, se sumía en un proceloso océano de dudas, espejismos, de dimes y diretes, acerca de su utilidad, infiltrándose en el interior un frío estremecedor, que lo atenazaba y atizaba sin piedad.
Al contacto con el bolígrafo sus manos y cuerpo se transformaban en hombre lobo, aunque en himenea versión, cambiando de color violentamente, como por arte de magia, debido quizá a una alergia como un piano, y aparentaba ir con un traje de faralaes, las uñas y yemas de los dedos pintadas de negro, con empinados tacones y las castañuelas, bailando como loco, o cagándose de miedo en un rincón como un niño desvalido al no ver a la madre.
Durante la clase, en el momento álgido de la explicación del profesor, perdía el rumbo, afanado en la tarea de localizar el laberinto encendido del aula.
En las ensoñaciones le entraban unos sudores de muerte, como si un destripador le apretase a placer la garganta, en la distancia aún lejana de los exámenes finales, antesala de la fiesta de fin de curso.
Tú vales mucho, Genaro, le decían los suyos; llegarás lejos, y aprobarás el curso con nota. Ánimo, y alegra el semblante. Serás un gran profesional, el decoro de la familia. Pero él navegaba por otras latitudes, enrocado en su farándula, y no arrojaba la toalla.
Más tarde planeó nuevas estratagemas para salir del atolladero. En el examen de historia, decidió entregar el folio en blanco. Un día el profesor le sugirió medio en broma, oye, Genaro, piénsatelo mejor, y pon algo, lo que quieras; lo tendré en cuenta. En la prueba siguiente escribió, la historia es una tortura. Y lo calificó con un uno.
Por lo que se ve se conforma con esa nota, pensó el profesor, toda vez que seguía utilizando la misma oración gramatical en posteriores exámenes. A las puertas del último parcial, el profesor volvió a la carga y le animó sin mucha convicción, caramba, no sé, tú verás, pero podías ir cambiando la frasecilla, ¿no te parece? En el último examen anotó rotundo, esta asignatura me la pone dura. En principio le resultó gracioso al profesor; luego más tarde, en el departamento, reflexionando con más calma, llegó a la conclusión de que era una lección magistral, le había abierto los ojos de la mente y encendido una bombilla de inmensa trascendencia y ahorro en el ámbito científico y pedagógico, y por ende en el estudio de la historia de la Humanidad, al calibrar los quilates cognoscitivos que encerraba, un inconmensurable corpus cósmico sobre el ser humano y su hábitat a través de los siglos, desde los albores, con Adán y Eva, sus devaneos, la impúdica manzana y los amores prohibidos, la evolución fálica y la sustancia gris del tálamo, hasta nuestros días, con las fructíferas revelaciones arqueológicas de Atapuerca, pasando por el ADN, el elixir de eterna juventud, el sexo integral, la convivencia, la violencia de género, los consoladores, la familia monoparental, y los pasos de gigante dados en la reproducción humana.
Entre tanto Genaro andaba perdido, como un náufrago en alta mar, sin ninguna isla a la vista, brújula ni batiscafo, por lo que prefería olvidar, y no sumergirse en esa marea mórbida, que merodeaba por el entorno.
La fiesta de fin de curso no era un evento de su devoción, y huía como gato escaldado del agua fría. Tales acontecimientos minaban los cimientos de su criterio y voluntad. Le encantaría un curso académico vitalicio, sin comienzo ni final, como el concepto de deidad, y vivir en un paraíso sostenible, en fiesta permanente, exhalando humores de fresco rocío al amanecer, dibujando promesas y vítores, ¡viva la pepa!, esto es carnaval o todo el año es carnaval, o esbozar al piano nanas que le cantaba su abuela, o breves estribillos infantiles como, la novia, la n…de Pepe, se mea, se m… en la cama, y Pepe, P… le dice, cochina, c… marrana.
Soñaba con disfrazarse a lo grande, o a lo chico, porque nunca sabía la medida exacta de las cosas, pero eso sí, siempre según le pellizcase el apetito. Entre los números que le fascinaban, estaba el colocarse los atributos de una hermosa hembra de excitables senos, con ademanes procaces, capaz de resucitar a un muerto; o sacar la punta de la lengua –de trapo- entre los rojos labios al primero que cruzase, u otros ingeniosos golpes, y de ese modo romper el cascarón, desinhibirse, ahuyentar los miedos, que tantos borrones y cortes le habían suscitado en la vida.
Raro era el día que no aducía una excusa para quitarse de en medio, aunque en su fuero interno pugnaba por sortear barreras, tricotar prendas que le infundieran color y calor, y acabar con el hastiado ronroneo del qué dirán.
¡Si Marta me acogiera en su agenda secreta!, conjeturaba.
A la hora de disipar dudas, lo pasaba peor; si en la fiesta de disfraces se figuraba que iba de gay, el cerebro le golpeaba furioso y no paraba de arrastrarse por las más lúgubres e inmundas cloacas de los suburbios; si se inclinaba por el atuendo de profesor, caía redondo al suelo, en un pozo depresivo; si elucubraba con emular a una diva del séptimo arte en estado avanzado de gestación, abortaba su pensamiento al poco rato, al meter en el mismo saco embarazo y curso, por la duración de las obras, nueve meses, y se le derrumbaba el andamio escénico, y no por pensar que el talento sobreviviera a la belleza, achicharrándose como un churro en aceite hirviendo; y sobre todo porque le asaltaba la culpabilidad, la fatídica obsesión del qué dirán, como si sospechasen de que el verdadero padre de la criatura fuese él; además, identificaba el proceso de engorde del embarazo con los estudios. El embotamiento del intelecto y el acopio de apuntes, fotocopias, búsquedas, consultas, y revisiones periódicas en la mochila, le transportaban mentalmente a los pasos de la embarazada con el ginecólogo, visitas, alimentación, peso, miembros del feto, aprendizaje, ejercicios, controles periódicos, y se desplomaba de pronto como un castillo de arena.
Aquel curso se había propuesto reflotar su universo, y conseguir que le diera lo mismo ocho que ochenta. Aunque lo que anhelaba en realidad era encontrar la forma de conquistar a la compañera de clase, transmitiéndole sus sentimientos, pero pasaba totalmente de él. Si bebía algo en el bar, estaba al desquite, y en contra de su voluntad pagaba y apuraba a la desesperada la última gota de carmín de la copa, en un frenesí desmedido por hurgar en lo más íntimo.
Compartía sentencias como, somos lo que pensamos, y en ese trance veía el cielo abierto, sintiéndose el rey de la creación, enunciando el nombre exacto de animales y cosas, las asignaturas en el bote, y disfrutando de un mundo feliz.
La fiesta de fin de curso la percibía como un ajuste de cuentas en toda regla, como si dijeran, las vas a pagar todas juntas; tío, ahí te quiero ver, con la ristra de suspensos, los proyectos rodando por los suelos, y el amor de tu vida, a mil leguas de distancia y embarcada en otras aventuras.
Como buen aficionado al esquí, Genaro suspiraba por deslizarse por las heladas faldas de Marta.
Se le hacía el curso cada vez más cuesta arriba, irrespirable; se sentía turbado, los problemas se le multiplicaban y no acertaba a solucionar la crisis. En ocasiones creía que se había detenido el tiempo, que disfrutaba de un tiempo muerto como en el deporte. Sin embargo, mientras retozaba por espacios infinitos, vislumbrando espejismos en el horizonte, llegaban achuchando por la espalda los adustos exámenes, y debía rendir cuentas de los créditos que había negociado con el departamento.

Ella es la culpable de mi debacle, apostillaba convulso. La joven que se ponía en el otro extremo del aula con la mirada ancha como la mar, no lo dejaba en paz. Siempre que giraba la cabeza hacia su recinto se cruzaba con ella, aunque disimulaba y cuando menos se lo esperaba, le soltaba un fogonazo con el rabillo del ojo. Manejaba el abanico a las mil maravillas, posándolo suavemente sobre las distintas partes de la cara, boca, ojos, frente, mejilla, párpados, y de múltiples posturas –que a veces las calenturas de tardes caniculares las barnizaban con tintes libidinosos-, de lado, boca arriba, boca abajo, tumbado, esquinado, de canto, como si lanzara rayos láser para desvelar los latidos de Genaro, pero él no se enteraba de casi nada; quizá, cuando andaba por los cerros de Úbeda en clase, escarbaba en la piel de la memoria a cerca del significado de los signos que en las calurosas y lentas tardes de verano una tía solterona le había explicado, pero no atinaba con la clave de los mensajes que le enviaba, y menos aún con los arcanos que encerraba. A menudo jugaba y se escondía detrás del abanico deambulando por los espacios abiertos del campus universitario, causándole no pocos quebraderos de cabeza. Él no quería perder el juicio, y se exhibía pletórico de facultades ante su mundo, como terapia vital.
A las pocas semanas, se lió la manta a la cabeza y comenzó a descolgarse por el enmarañado desfiladero de Marta, sin reparar en riesgos.

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