jueves, 16 de octubre de 2008

YA TENGO NOVIA

En verano Teodoro disfruta de verdad las cosas. Le chifla tomar helados mezclando sabores, o hacer deporte en plena naturaleza. En esta estación se transforma su espíritu, no es la misma persona. La actividad al aire libre refuerza su autoestima, se siente fuerte, afable, y le reconforta sobremanera, asfixiando el estrés que le achicharra y ahuyentando los mil demonios que lleva dentro.
Ha pasado, como cualquier mortal, por diferentes etapas en la vida, gozosas y singulares unas, y otras, mejor no mencionarlas. Hubo un tiempo en que los fines de semana recorría en bici más de sesenta kilómetros de un tirón sin problemas, hasta que un día la desventura se cebó con él, al cruzarse un atolondrado conejo en mitad de la calzada, se desequilibró con tan mala fortuna, que fue a dar con los huesos en el frío cemento, despedido por el impulso que llevaba, causándole diversas heridas por el cuerpo y un esguince de tobillo en el pie izquierdo.
Más adelante, conforme ordenaba y maduraba sus preferencias y aficiones, se encariñó finalmente por picar un poco de aquí y otro de allí, es decir, deporte a la carta. Se aficionó a degustar distintos menús deportivos según el estado de ánimo, dulces, picantes, eróticos, relajantes, a cual de ellos más suculento, murmuraba, y así elegía, tenis, marcha, buceo, senderismo, pero últimamente lo que más le estimulaba era el rol circense, el numerito de mayor dificultad que solicita el público al artista, intervenciones que ya de por sí impliquen riesgo, experimentando al filo de lo imposible.
Consciente de la importancia de vivir el presente y disfrutarlo, se apuntó dichoso a la fiesta de la muerte como un valiente gladiador, y calibrando las dificultades de unos y otros, orilló aquellos que estimaba de baja nicotina, el puenting, el rafting, el rapel, y con los ojos cerrados se echó entusiasmado en brazos del parapente. Ansiaba descubrir parajes vírgenes, embrujados mundos, recónditos refugios marinos, caletas desiertas, habitáculos íntimos, o acaso un alma o una isla solitaria.
Desde hace una década Teodoro adora las altas torres, los agudos picachos, las estrellas rutilantes, los tejados inclinados de las casas, la vía láctea, el vuelo de los pájaros. Vive embebido en ansias de volar, burlando la ley de gravedad, y desde las alturas, como el ojo divino, escudriñar los secretos humanos sin ser visto, columbrar los contrastes y caprichos de la corteza terrestre, despojarse del caparazón diario, y no moverse siempre a ras de tierra como un gusano.
Le ha subyugado el parapente; hoy es su actividad favorita, la que le quita el sueño; el amor de su vida. Lo interioriza como un ángel caído en desgracia y quisiera vengarse del Sumo Hacedor remontando de nuevo el vuelo. Es lo que más le impresiona, y confiesa lo arrepentido que está de no haberlo descubierto antes. Raro es el día de asueto que no coge los bártulos y enfila los pasos al lugar convenido, donde se encuentra a sus anchas, sin nada que le perturbe el ánimo, y en conjunción con el grupo monta el artefacto y ni corto ni perezoso se lanza al espacio, jugándose el tipo cual intrépido navegante, un acróbata de pies a cabeza.
Tampoco hace tanto que se topó con este deporte. No obstante se diría que le han crecido alas y vuela mejor que un pájaro; el mismo Ícaro en persona. Pero a Teodoro le preocupaba bastante el desgraciado desenlace de Ícaro, cuando de repente se precipitó en las frías aguas del océano, siendo devorado por hambrientos tiburones. Ese final tan luctuoso no lo había superado. Y en la penumbra de sus párpados traficaba día y noche inquiriendo la forma de sortearlo, llevando un salvavidas para los casos extremos, y salir airoso, pues, aunque no los rehuía en absoluto, aún no había perdido el seso. Y no tenía novia.
Teodoro se quejaba de su mala suerte. Casi siempre al descender, se posaba en algún risco, o zona donde nadie podía admirar su hazaña. Ya mostraba cansancio y cierta rebeldía por tan mala fortuna, porque cuando, desde las alturas, enfocaba allá abajo alguna cabellera rubia danzando, moviéndose al compás de las olas, sacudiéndose el pelo al viento, quitándose una chinita clavada en la espalda o en el trasero, limpiando la arenilla incrustada en las uñas de los pies, o despegando un apelmazado musguito marino del ombligo, inmediatamente apagaba los motores, dejándolos en punto muerto, y planeaba con suavidad por encima de la pista elucubrando “ya tengo novia, ya tengo...”; pero unas veces un golpe de aire, otras un vacío imprevisto lo arrojaban a los ásperos peñascos y fríos matorrales del peñón El pajarito, cuando no aterrizaba en la copa de un pino, mientras ella hacía ejercicios de relajamiento y gimnasia de mantenimiento en el rebalaje.
En sus interminables monólogos de sonámbulo empedernido, se cuestionaba múltiples interrogantes, tales como, si él era verbo en el estricto sentido bíblico –el verbo se hizo carne- o en el gramatical -de pura acción-, si fumaba de veras la pipa de la paz en la vida o se empipaba para olvidar, pero lo que realmente le aturdía era el desconocimiento tan profundo de su destino, y dudaba incluso de las respuestas más sabias y concienzudas.
Quería desvelar el misterio ¿Qué destino sería el más afortunado para mí, farfullaba torturado por la vorágine de su problemática, el de los tiburones de Ícaro en las siniestras aguas oceánicas, o el solitario aterrizaje en la copa de un pino, sin novia y sin nido?

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