jueves, 16 de octubre de 2008

Yo me voy andando


Por mucho que te empeñes, y guiñes a escondidas o a deshora, encendiendo el fuego –ayer por poco te caza Rafa -, no subo a tu jaguar. Lo siento. Me voy andando por el camino que vine como me llamo Carmen, y, si es preciso, te canto las cuarenta, aunque por el trayecto trague todo el polvo del mundo. No me pongo a deshojar la margarita. Viviré mis momentos. Me inclino por mis vaivenes y ensoñaciones. Sarna con gusto no pica. No apruebo que me robes mis incertidumbres, y menos aún las complicidades cruciales, las que te mantienen en pie de guerra, aquellas que atestiguan la identidad de se yo misma, con la fortaleza de mi razón, la que sustenta mis resortes, y no me pongas el corazón en un puño, como a mocita romántica, al socaire de tus veleidades suntuosas.
Puedes improvisar lo que te embriague más, pero no pienso someterme a tu albedrío, ni columpiarme a tu antojo. Quiero patear, andar el camino, tropezar en la piedra negra que hay en medio de la encrucijada, y sentir el dolor del golpe o el ferviente entusiasmo de ser la dueña de mis piruetas, brindando con champagne en los podios, siguiendo la estela de mis ideales.
Imagínate que escuchara de algún mentecato por la autopista, ¡pobre mujer, pobre mujer, viajando en jaguar, como churro recién hecho goteando aceite hirviendo! ¿Cómo podría beber ese cáliz? Nadie iba a decir que el pobre eres tú, precisamente el más indigente, al mirar tus manos guiando un coche de leyenda, todo un símbolo de un don Juan retador, un play boy en toda regla, y yo, con el pañuelo de cuadros rojos manchado de hipocresía, de gallinazas, de frustración consentida, porque la mancha adulterada de la persona elude controles, y atraviesa fronteras sin miramientos.
No acepto.
Tus pretensiones faraónicas me embotan el cerebro. No soy guapa, pero no lo necesito para mis fugaces escapadas, y mal que bien aún no ha faltado en el horizonte, en mi equipaje una fantástica panorámica, o una relajante puesta de sol que arranque amaneceres de aliento, claras pinceladas en momentos oscuros. De qué me sirve echarme a la boca el surtido de una maleta llevada por rutas insufribles, por la rutina de evanescentes promesas que, a la postre, me degüellen en el mitad del placer, como un belicoso Holofernes antes de llegar al disfrute del manjar acariciado. Si, al menos, portara en el doble fondo productos de cosmética para embellecer el cielo de la conciencia, de mi cosmos, los ojos, los labios, las sonrisas que, asfixiadas, suspiran por aflorar, entonces, en tal coyuntura, acaso encerrara merecimientos para meditarlo. Y hacer un alto en la noria de los días, en el intrincado camino, y emulando a la deidad omnipotente ordenar la quietud del tiempo solemnemente, de todos los relojes de la tierra, y, de forma simultánea, el tictac de los corazones, y, a renglón seguido, si es posible, escrutar sus frutos.
Mañana no lo sé, pero hoy, me voy andando.
Sueñas con repentinas remontadas en parapente, deslizándote desde las cumbres del narcisismo, y crees domeñar la cerviz más recalcitrante. A lo mejor resulta que, en algún báquico júbilo, lo hayas degustado.
Lo desconozco. No me importa. Tengo 42 años, y ya oí las tentadoras melodías de ilustres virtuosos en la plaza, en la feria de mi vida, ondeando al viento la bandera de endiabladas heroicidades, y percibo un ruido raro de ínfulas, que discurren sigilosas, como reguero de pólvora, arrasando recintos y trochas por donde circulan los inexpertos sentimientos.
En mayo, con los campos en flor, “me voy andando” a la vera de la primavera, perfilando pistilos, pétalos, capullos rojos, alegrías de claveles tiernos en el dulzor de las romerías, inhalando los ardientes latidos que acuden a mis pasos, rumiando sugestivas manzanas, aromas de colores de quienes me nutren con su savia. Anhelo franquear, según voy andando bajo la despiadada luz de primavera, las pocas leguas que me separan de mi luna llena.

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